Es difícil entender la lógica de los políticos; a veces ni ellos la entienden y se limitan a repetir patrones de conducta que funcionaron hace cincuenta años. Algunos tienen un espíritu camorrista y suelen estallar con facilidad –“son de mecha corta”, dicen sus amigos– pero por motivos del todo incomprensibles, no dan la cara; agravian, calumnian, descalifican, desprestigian a sus adversarios, pero jamás mencionan sus nombres, como si quisieran evadir la responsabilidad de sus palabras.
Este lenguaje zahiriente pero indirecto, pudo ser útil a mediados del siglo XX, cuando había un partido hegemónico y un sistema piramidal de ejercicio del poder político, en el que un exceso verbal podría ser muy costoso. Pero en el siglo XXI y en un país que tuvo una transición democrática profunda y pacífica, el doble lenguaje de otros tiempos suena tan artificial como sonaría Shakira si quisiera adoptar el estilo de Libertad Lamarque.
Los políticos de otros países tampoco suelen ser confiables, pero son menos barrocos. Lula, por ejemplo, tiene un talante optimista y llama a las cosas por su nombre; la actitud de Obama es abierta; destila eficacia y claridad. Pero el panismo en el poder sigue estancado en el rencor social soterrado que sale a la luz en el discurso ambiguo pero de una violencia emocional intimidante.
La forma más primitiva del lenguaje político de estos caballeros se pone de manifiesto cuando lanzan acusaciones, generalmente tronantes, contra “algunos” o contra “el pasado”, entidades abstractas, inasibles, que no son nadie en la literalidad pero puede ser cualquiera en la realidad; acusados que por carecer de identidad no pueden alegar nada en su defensa.
El ejemplo más reciente lo dio el presidente Calderón en su catilinaria de la Universidad de Stanford contra el “régimen autocrático” del siglo XX. Nunca menciona a los gobiernos priistas, ni siquiera tan remotos como Gustavo Díaz Ordaz, el hombre del 68 o Luis Echeverría, el del 71, la guerrilla urbana y rural. Ni una sola vez se refiere al PRI, que fue el objetivo de su asombrosa invectiva.
¿A quién se quiere engañar con ese estilo de “hablar del pecado pero no del pecador”?
Insospechable de proclividad priista, Jaime Sánchez Susarrey señala que “si Calderón entendía y practicaba -con todo derecho, por lo demás- el pragmatismo en 2006, no tiene razón de denunciar la realpolitik priista como si fuera un pecado mortal”.
Y advierte que las “omisiones y desmemoria de Calderón no son casuales. Expresan una convicción y una estrategia política que se resume en la frase que pronunció hace meses: lo peor que le podría pasar al país es un regreso al pasado, es decir, al priato”.
El licenciado Felipe Calderón tiene derecho a repudiar al PRI, pero en tanto presidente de todos los mexicanos, incluidos los miembros y simpatizantes de ese partido, lo único que puede hacer para que los ciudadanos refrenden por tercera vez su confianza en el PAN en 2012, es gobernar bien, resolver los problemas más acuciantes o avanzar firmemente hacia su solución. Atacar el pasado impersonal y hacerlo sesgadamente, sólo envenena el ambiente y rompe los puentes del diálogo político.
El poder tiene una tremenda capacidad para concitar la mimetización de los súbditos y las actitudes de los presidentes suelen ser imitadas consciente o inconscientemente, por sus colaboradores. Basta ver y escuchar a Xóchitl Gálvez o a Jorge G. Castañeda para saber que fueron funcionarios del gobierno de Vicente Fox. La belicosidad de Calderón también ha hecho escuela, y personajes como César Nava, Javier Lozano o Alejandro Poiré son sus émulos, casi sus imitadores.
El joven Poiré se ha dado a la tarea de desvelar los que él califica de “mitos” sobre la violencia y la inseguridad pública que asuelan al país, pero como nunca segundas partes fueron buenas, su belicosidad es más bien torpe. El lunes pasado difundió un texto que, entre otras cosas, dice:
“Durante mucho tiempo la inacción y tolerancia al crimen permitieron su crecimiento, y que incurrieran en delitos como el secuestro, la extorsión y el robo. Esta expansión de la delincuencia provocó el debilitamiento de nuestras instituciones, que se acentuaba con cada paso que daban las organizaciones delictivas para fortalecerse ante la ignorancia, impotencia o incluso complicidad de algunas autoridades” [sintaxis del original].
Poiré no es un ciudadano cualquiera ni sus acusaciones fueron comentarios de tertulia entre cuates. Es el secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional y declaró lo anterior a través de un blog que forma parte del Sitio Oficial de la Presidencia de la República. Y uno espera que las publicaciones que proceden de la cúspide del entramado institucional del Estado tengan un mínimo de seriedad y no sean utilizadas para difundir especulaciones.
En el párrafo transcrito Poiré acusa a sujetos no identificados de haber tolerado a la delincuencia y permitido su expansión y denuncia la “complicidad de algunas autoridades”.
¿Cuáles autoridades, señor Poiré? ¿Cómo se llaman los funcionarios públicos que fueron o son cómplices del crimen organizado? ¿Fueron uno o varios presidentes de la República, procuradores, miembros del gabinete o jefes policiacos, quiénes?
La sociedad tiene derecho a conocer la identidad de individuos que abusaron de los cargos públicos para favorecer a los grupos delictivos y Poiré tiene el deber de suministrar esa información completa.
Más aún, la complicidad es un delito tipificado en el Código Penal Federal y debe ser denunciada formalmente ante la Procuraduría General de la República. Si el joven Poiré no denuncia penalmente a los cómplices de los criminales, incurre en encubrimiento, y eso constituye una conducta delictiva.
¿Cuáles son las pruebas que obran en su poder para hacer tan graves acusaciones? ¿Por qué ninguna autoridad ha procedido en contra de esas personas que, al decir de Poiré, no sólo cometieron los delitos que enumera, sino que causaron la violencia que sufre el país y que incluye la muerte de más de 40 mil personas?
No sé si Poiré o alguien en el gobierno tiene pruebas de que funcionarios de gobiernos priistas fueron o son cómplices del crimen organizado, pero cada día es más evidente que en los altos círculos del poder político se desarrolla una estrategia consistente en criminalizar al partido más importante del país por el número de gubernaturas, alcaldías y espacios legislativos que ocupa, y en circunstancias como las que vivimos, esa estrategia equivale a echarle gasolina a un incendio.