“En Brasil –dijo el expresidente Lula en Acapulco– uno de los problemas que enfrentamos fue levantar la autoestima de las personas, porque hay gente muy pesimista. Si lees el periódico todos los días en Brasil, imagínate, no tienes deseo ninguno de salir de tu casa. Yo leí los periódicos en México cuando llegué, páginas, páginas y más páginas, todo lleno de violencia. Es verdad que hay violencia y delincuencia, pero la cantidad de cosas buenas que suceden todos los días en México nadie las muestra. ¿Qué optimismo podremos tener?”
No sé si Lula piensa, como Calderón, que el desaliento social se debe a que los medios difunden malas noticias e ignoran las buenas, pero dudo que un político con su experiencia en el gobierno y contra el gobierno crea esta falacia. Los medios, sobre todo la televisión, tienen una enorme influencia en la formación de la mentalidad de la población y precisamente por eso deberían democratizarse en el doble sentido de ser plurales y permitir, cada uno, la expresión de la pluralidad. Pero con todo su poder, los medios inventaron los muertos de los últimos cuatro años ni las fosas llenas de cadáveres en una pequeña población de Tamaulipas.
Pese a los privilegios que el gobierno de Calderón ha dado a los monopolios de las telecomunicaciones y a los que les otorgará en los veinte meses que restan de su gobierno, los canales de televisión no pueden convencer a los pobres de que no tienen hambre ni a las clases medias de que no están al borde de la pobreza. No desestimo el poder de los medios, pero niego que los problemas de México sean de percepciones y afirmo que las decenas de miles de familias enlutadas en estos cuatro años no van a convertirse en optimistas con sólo leer buenas noticias.
En México estamos sufriendo varias tragedias al mismo tiempo y para eso no hay más remedio que actuar sobre la realidad, no sobre las percepciones. Supongo que el optimismo de Lula se debe al éxito efectivo, concreto, comprobable y medible de sus ocho años de gobierno en Brasil y a que los brasileños de hoy tienen expectativas reales de futuro como las tuvimos los mexicanos a mediados del siglo XX.
Claro que tienen expectativas cuando el salario mínimo ha aumentado en 60 por ciento en ocho años y eso, contra lo que dice la ortodoxia, no ha provocado presiones inflacionarias. Claro que el futuro es promisorio cuando los gobiernos –desde Cardoso hasta Dilma Rousseff, pasando por Lula– han aplicado políticas económicas para fortalecer el mercado interno y aumentar el ingreso y el consumo de la gente. Son hechos que han sido reportados a diario por los medios brasileños y de otros países. Pero la realidad mexicana de hoy es enteramente distinta y no se puede esperar que los mexicanos tengamos el optimismo de los brasileños.
En México hubo industrialización, el campo produjo los alimentos e insumos que demandaba la industria y generó divisas por exportaciones. Hubo una política social sostenida a largo plazo, que no consistía en dádivas a los pobres sino en educación, salud, abasto de alimentos a precios subsidiados, vivienda, seguridad social. Se construyeron obras de infraestructura para el riego, la energía, las comunicaciones, los servicios públicos; los bancos privados estaban obligados por ley a destinar una parte de sus créditos a la producción y el Estado contaba con una fuerte banca de desarrollo. Cada año, en su informe ante el Congreso, el presidente Adolfo López Mateos subrayaba el contraste entre los presupuestos crecientes para educación y decrecientes para defensa.
Todo esto se acabó por diferentes motivos y no tiene sentido vivir en la nostalgia. Lo que sí tenemos que hacer los mexicanos del siglo XXI es identificar cuáles son las políticas, programas y acciones que necesitamos para salir de la horrenda pesadilla en la que estamos sumergidos y dar a nuestros jóvenes oportunidades equivalentes a las que hace cincuenta o sesenta años tuvimos los viejos de hoy.
Lo primero es el liderazgo. México necesita un presidente que infunda certeza no sólo a la inversión privada, que hasta en eso han fallado los gobiernos panistas, sino a la sociedad que está lastimada, asustada y desalentada. Un jefe de Estado que recupere la respetabilidad de la investidura y, al mismo tiempo, sea confiable para el común de la gente, sobre todo para quienes han sido más lastimados por la pobreza, la violencia y la caída de la calidad de vida.
No estoy proponiendo a un demagogo o a un actor –que acabaría por convertirse en payaso– sino a un líder que no lo podrá ser a menos que tenga un programa ambicioso, viable y creíble, pero también patriótico, y subrayo este último adjetivo en desuso. Este programa no se hace con una colección de espots de televisión y menos una colección de engaños como el del famoso “tesorito” sumergido en las profanidades del Golfo de México, que estaba en espera de que lo sacaran las transnacionales petroleras, como la British Petroleum, principal responsable de la catástrofe ecológica del golfo.
México necesita reconstruirse prácticamente en todos los ámbitos, pero el más amplio, el requisito para todo lo demás, es la política económica de crecimiento, impulsada por el Estado, que debe desembarazarse de los prejuicios neoliberales y asumir una vez más la rectoría económica como lo dispone la Constitución.
El mexicano no es un pueblo triste, pero no puede ser optimista si el entorno real es tan adverso. Necesitamos una nueva moral en el servicio público que empiece por el imperativo de la verdad, por el respeto a la inteligencia –y al dolor– de la gente. Y la verdad significa no mentir, no falsear las cifras ni sacarlas de contexto con el objeto aparente de generar optimismo y el real de hacer política electoral desde el poder. El respeto a la inteligencia es no reprocharnos que reclamemos al gobierno por su incompetencia manifiesta para combatir a la delincuencia y decirnos que los que asesinan son los asesinos.
El gobierno toma a Lula como autoridad para justificar la privatización de Pemex; debería tomarlo como ejemplo de un líder capaz de dar respuesta a los problemas específicos de su pueblo, y reconocer que Brasil ya no es el país de los gorilas y que el respeto internacional que ha logrado –como antaño lo tuvo México– se debe a que sus gobiernos recientes sí han gobernado y lo han hecho para bien del país, principalmente de las mayorías.