Agosto es el mes de las y los jóvenes. Desde el año 2000 y a sugerencia de la Conferencia Mundial de Ministros de la Juventud, celebrada en Lisboa entre el 1998, se celebra cada 12 de agosto el Día Internacional de la Juventud, por resolución del Consejo General de la ONU.
Si es relativamente reciente la preocupación oficial por “celebrar” a la juventud, no sabemos cuánto tiempo habrá de pasar antes de las y los jóvenes sean, con toda seriedad, tomados en cuenta como actores en sus sociedades.
Los jóvenes siguen siendo, para efectos prácticos, un grupo vulnerable incapaz de valerse por sí mismo. Siguen padeciendo la acción de otros; continúan sufriendo las decisiones de otros. Su vida sigue siendo definida en ámbitos donde los jóvenes aún no tienen cabida real y los sinceros pero aislados esfuerzos de organización y opinión son a todas luces gotas en el océano de la adultez.
Hay una perversa visión que impera en nuestra vida cotidiana y los jóvenes siguen siendo niños o discapacitados sociales y políticos. Lo que el joven tiene que decir cobra relevancia solo cuando “cuadra” en la lógica del adulto; lo que el joven quiere hacer es válido solamente si “encaja” en la agenda del mundo de la adultez.
El problema es que los jóvenes siguen pidiendo o en el mejor de los casos exigiendo voz, espacios, atención, participación, “un chance” en el mundo de los adultos. Ahí radica el problema: no se debiera pedir lo que bien se puede tomar.
Con el peso poblacional de la juventud en pleno año 2014 y más allá, con la histórica proporción de jóvenes que hoy pueden votar en países como México, resulta irónico entender que el accionar de este grupo de edad se reduzca a pedir, incluso a exigir.
El joven no termina de afianzarse como agente transformador teniendo todas las condiciones y legitimidad para hacerlo. Comparto algunas cifras reveladoras: de casi 86 millones de mexicanos con credencial para votar en el bolsillo, 35 millones y medio tienen entre 18 y 34 años.
El 41 por ciento de la lista nominal (4 de cada diez mexicanos listos para emitir su voto) son jóvenes en espera de “un chance”. ¿Cuándo llegará esa oportunidad? El día en que este grupo sufragista esté suficientemente representado en los gobiernos y en los congresos y eso no pasará mientras la noción de acción siga siendo mal entendida.
Y hay más: los tres grupos de edad más numerosos del electorado, según cifras del INE (http://www.ine.mx/archivos3/portal/historico/contenido/Estadisticas_Lista_Nominal_y_Padron_Electoral/) al primero de agosto pasado, son en orden descendente, el grupo de 25 a 29 años; después el de 30 a 34 y por último, el de 20 a 24.
¿Qué nos dicen estos números? Que los jóvenes pueden definir, sin problemas, una elección. De ahí que hay que cuidar a quién se le da el voto y antes de ello, cobrar conciencia de la importancia de ir a votar.
Podrá decirse que a la hora de las elecciones no hay opción válida para los jóvenes, que no hay quien represente a la juventud, que “siempre” son “los mismos de siempre”, que no hay confianza y ni siquiera simpatía por los partidos; y son argumentos válidos y perfectamente entendibles a la luz de la realidad.
Los jóvenes deben entonces, como parte de su accionar, irrumpir en los partidos. Está demostrado que a los adultos se les ha acabado la imaginación y en no pocos casos, la energía para hacer política. Cuando caen en la zona de confort que les brinda la apatía del grueso de la población, incluida la juventud, termina la política y empieza la grilla, la componenda, el cochupo, la tranza.
Opciones siempre habrá, terreno fértil siempre habrá. Es cuestión de saber encontrarlos.
Si pensáramos en una sociedad ideal donde todos los jóvenes se organizaran en torno a liderazgos correctos y limpios, los partidos, incluidas sus cúpulas, no tendrían más que obedecer los dictados de la realidad.
Si el cambio es posible, tiene que empezar por un cambio de generación. Es el tiempo.