Héctor Ortega se tropezó con el cadáver de otro inmigrante como él cuando cruzaba el desierto de Arizona bajo un sol abrasador.
Sin poder hacer nada por el muerto, Ortega y el grupo con el que iba continuaron caminando guiados por un traficante de personas, determinados a completar su odisea ilegal a pesar de que enfrentaban temperaturas récord y un ambiente hostil.
Ortega, de 64 años, un jornalero con la cara curtida por el tiempo, manos fuertes y el cabello canoso asomándose fuera de su gorra de béisbol se mantuvo estoico acerca del cadáver que vio.
“¿Qué puedes hacer en el desierto?”, preguntó.
Las muertes de inmigrantes ilegales en Arizona se dispararon a mediados del 2010 a sus niveles más altos desde el 2005, una realidad que ha sorprendido a muchos que pensaban que la nueva ley inmigratoria del estado y las temperaturas cercanas a los 40 grados Celsius (más de 100 grados Fahrenheit) los obligarían a desplazarse a otras partes de la vasta frontera entre México y Estados Unidos.
En la morgue del condado de Pima en Tucson, Arizona, las bolsas con cadáveres se amontonan en los estantes de acero inoxidable desde el piso hasta el techo. Incluso ha sido llevado un camión refrigerador para manejar la cantidad de cuerpos que llegan a la costosa instalación.
En julio murieron 59 personas, 40 de ellas en las primeras dos semanas del mes, cuando la temperatura en las noches alcanzó sus niveles máximos registrados, alrededor de los 32 centígrados (90 Fahrenheit). Es la segunda mayor cifra de fallecimientos en un mes, sólo debajo de las 68 muertes registradas en julio del 2005.
Entre los decesos de julio del 2010, cuarenta y cuatro ocurrieron en la Nación Tohono O’Odham, una reserva indígena que comparte 120 kilómetros (75 millas) de la frontera con México. La tribu se opone a proporcionar ayuda humanitaria a los inmigrantes en sus terrenos, pues cree que algunos de ellos provocan violencia y crímenes.
Hace dos años los Tohono O’Odham desmantelaron cuatro tanques de 208 litros (55 galones) de agua que solía llenar uno de sus integrantes, Mike Wilson.
A pesar de esto, Wilson y otro miembro de la tribu, ayudados con fondos de la organización activista Humane Borders, colocan simbólicamente cada semana botellas de un galón (3,7 litros) en forma de cruz sobre el piso donde solían estar los tanques. Wilson dice que esto es insuficiente.
En los primeros 23 días de agosto murieron otras 18 personas. Pero a pesar de este sombrío panorama los inmigrantes siguen prefiriendo Arizona para cruzar a Estados Unidos debido a su territorio enorme y poco poblado.
“En Tijuana (frente a California) hay dos paredes por las que hay que saltar”, dijo Ortega, que cruzó ilegalmente por primera vez en 1976 para trabajar en los sembradíos de la costa oeste. “Es mucho más fácil aquí, sólo hay que tener cuidado de las víboras. Por eso prefiero cruzar de día y no de noche”.
Ortega admitió sentirse temeroso al cruzar, pero considera que “vale la pena el riesgo”.
Tras dos días de caminar por el desierto él y su grupo fueron detenidos por agentes de la Patrulla Fronteriza cuando llegaron a una autopista y no hallaron al traficante que los iba a recoger.
Mientras descansaba en un albergue para inmigrantes detenidos en la frontera, ubicado en la ciudad mexicana de Nogales, Sonora, Ortega explicó su motivo para intentarlo: “Es la única forma de ganar algo de dinero para ayudar a mi familia”.
Roberto Hernández de Rosas, de 18 años, fue descubierto por un helicóptero de la Patrulla Fronteriza junto con su hermano después de caminar por el desierto durante la noche. Las autoridades regresaron a Hernández a México, pero su hermano fue encarcelado, pues ya lo habían deportado antes.
Hernández pasó varios días en el albergue esperando a que liberaran a su hermano con el fin de regresar a su hogar en el estado mexicano de Puebla. Pero creía que su hermano intentaría cruzar de nuevo, porque su hijo de 2 años vive en Los Angeles.
De hecho, la mayoría de los que estaban en el albergue planeaban volver a cruzar a pesar de la nueva ley de Arizona para restringir la presencia de indocumentados.
Sofia Gómez, de Humane Borders, dijo que los inmigrantes pasan por zonas más remotas en comparación con otros años. Al mismo tiempo, el descontento de la población con la inmigración ilegal ha hecho que algunos vacíen los depósitos de agua que su grupo ha colocado en el desierto.
“Se están arriesgando más y no consiguen completar el recorrido”, dijo Gómez.
En lo que va del 2010 la cifra de muertes es de 171, la misma que había registrado la oficina forense del condado de Pima para estas fechas en el 2007. En ese año la oficina contó el récord de 217 fallecimientos.
La mayoría de las víctimas son hombres jóvenes y saludables, por lo menos al comenzar su intento por pasar la frontera. Para cuando llegan a la morgue muchos están en un estado de descomposición avanzado y no se les puede reconocer. Una bolsa tras otra tiene la descripción “Persona no identificada” mientras las autoridades esperan que sus familias vengan a reconocerlos.
Por lo general los familiares de los muertos aguardan tener noticias de ellos, creyendo que están ocupados trabajando en Estados Unidos.
“Pensábamos que el ambiente político de Arizona sería un elemento disuasivo significativo para las personas que cruzan, pero en lo que respecta al número de muertes, ciertamente parece que serán las más altas que se han registrado”, dijo el doctor Eric Peters, de la morgue.
Preocupados por sus ganancias, los traficantes abandonan a las personas que están heridas o que se enferman, dijo Colleen Agle, agente de la Patrulla Fronteriza.
La Patrulla suele rescatar a los inmigrantes que no consiguen cruzar. Según cifras de la institución, los agentes ayudaron a 1.281 personas el pasado año fiscal, un aumento con respecto a los 1.264 rescates del año fiscal anterior, pero menor a la cifra máxima de 2.845 rescates en el del 2006.
Kevin Riley, de 28 años, originario de Hopewell, Nueva Jersey, llegó al desierto hace un año como voluntario del grupo humanitario No More Deaths (No más muertes).
Riley y sus compañeros provenientes de todo Estados Unidos caminan hasta 19 kilómetros al día (12 millas) para llenar tanques de agua en el desierto colocados en las rutas que suelen tomar los inmigrantes.
Hace poco Riley encontró a un hombre de 34 años que había vomitado durante días y se retorcía por los calambres, sin poder caminar más. Fue rescatado y hospitalizado cuatro días.
Uno de los afortunados.
En febrero Riley halló un cadáver. Los voluntarios llamaron al departamento del alguacil y ayudaron a los oficiales a meter el cuerpo en una bolsa.
“Tenemos algunos mapas donde podemos ver dónde mueren las personas”, afirmó. “Algo muy frustrante es que la mayoría están en zonas adonde no podemos ir”.
AP