El 27 de febrero se cumplieron 99 años del nacimiento de Lawrence George Durrell, el escritor británico cuya famosa obra, el Cuarteto de Alejandría, le ganó un lugar privilegiado en la literatura universal. Cuando se habla de Durrell se piensa en un hijo de la pérfida Albión, pero en realidad fue un pálido paisano de Gandhi, nacido en la India de padre ingles y madre irlandesa, lo que lo coloca en un mismo costal demográfico -además de literario- con Eric Arthur Blair… mejor conocido como George Owell. Pero sólo recientemente supe que Durrell nunca tuvo la ciudadanía británica y, un dato no confirmado, que siempre se resistió a ser considerado inglés.
La tetralogía de Durrell –Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960)- es una fiesta de fuegos artificiales en cuanto a recursos lingüísticos, el manejo de los personajes y las atmósferas; y al mismo tiempo una obra de excelente y propositiva factura formal. “Como la literatura no nos ofrece Unidades, me he vuelto hacia la ciencia, para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad”, escribió crípticamente Durrell acerca de su aspiración de representar el espacio-tiempo en esta obra. Confieso que después de leer en dos ocasiones el Cuarteto nada se agregó a mi conocimiento de la teoría de la relatividad -que es muy escaso, por no decir nulo- pero en cambio mi entusiasmo por la literatura de Durrell creció exponencialmente.
Las cuatro novelas narran, desde la perspectiva de otros tantos personajes, prácticamente el mismo periodo y los mismos acontecimientos. Sólo en Clea hay un desarrollo de la trama que abarca un periodo más largo que las otras novelas. La pluma creativa de Durrell hace, sin embargo, que cada novela resulte diferente, como si fuese una historia distinta la que se cuenta. La voz narrativa de los personajes, cargada de una espectacular riqueza interior, se funde imperceptiblemente con los recursos literarios formales y da al lector la impresión de acercarse, en cada volumen, a una historia nueva con los mismos actores.
En diversos análisis de esta cuarteta de novelas se ha señalado la viveza que logra Durrell en la descripción de la ciudad de Alejandría –lugar donde se desarrolla la trama- hasta convertirla en una protagonista más de la obra: un sitio escurridizo y misterioso que no se deja atrapar. La relación entre el narrador-escritor de la primera novela, Darley, con Justine, la protagonista, parece ser una analogía de la mirada occidental de aquél frente a los enigmas de la cultura árabe: “Lo que me hechizaba era la ilusión de que tal vez podría llegar a saber cómo era de verdad”, dice el narrador de su amante. Y al igual que Justine, parece que la ciudad se resiste a ser descifrada por los ojos extranjeros de Darley, visto que muchas de sus percepciones quedan exhibidas como simples, incompletas o ajenas si se confrontan con la capacidad natural de Clea o Balthazar para escudriñar su esencia misteriosa. Esta naturaleza huidiza proviene en parte de su complejidad, semejante a la de Justine, descrita por Darley como “una hija auténtica de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura”.
Las relecturas de este libro maravilloso son siempre aleccionadoras y sorprendentes. Cuánta razón asiste a los críticos cuando aseguran que Durrell ofreció a sus lectores cinco libros: cada una de las novelas, que pueden no depender una de otra, y las cuatro que, en conjunto, son una obra aparte. La primera lectura me impactó con el trabajo formal del género, la meticulosidad con que se desarrollan las cuatro historias y los abundantes recursos que puso de manifiesto Durrell para hacer cuatro libros diferentes a partir del mismo argumento. En la novela autobiográfica El libro negro, publicada en 1938, el escritor describe nítidamente el secreto de su oficio: “Un ataque, con los puños desnudos, a la literatura”.
En una segunda lectura, después de haber dejado reposar los libros unos diez años, mi interés se centró en los personajes y cómo en cada libro se agregan pinceladas que no modifican el retrato original sino sólo lo hacen más complejo. Personajes como Melissa, la prostituta griega enamorada de Darley y quien mejor describe la relación amorosa del escritor con Justine. Clea, enigmática y sabia. Balthazar, más enterado que un narrador omnipresente. Nessim, poderoso y débil al mismo tiempo. Incluso personajes secundarios como el barbero Mnemjian, el sirviente Hamid, Pombal, Leila, Scobie, Naruz y Capodistria tienen un encanto irresistible.
Balthazar es mi novela preferida de las cuatro, por la enorme riqueza del lenguaje con que Durrel dotó a su personaje. Ésta es quizá una afirmación osada, pero siempre me pareció que Balthazar, el personaje que da nombre a la segunda novela, más que médico -tal es su oficio en la historia- se asemeja a los druidas galos, poseedor de una sabiduría casi mágica que le permite ser condescendiente con los actos más siniestros o más sublimes de los humanos y dueño también de una serenidad que trasciende las emociones que insuflan vida a los personajes con los que convive y que forman parte irremplazable de su propia vida. Emociones que él explica puntualmente: “La etiología del amor y la locura son idénticas, sólo es cuestión de grado”. A fin de cuentas parece flotar siempre sobre los personajes la ambición febril por explicar intelectual o emotivamente el amor.
Espero poder robarle tiempo al tiempo para concluir una pausada tercera lectura del Cuarteto, en tributo humilde al ya cercano centenario del nacimiento de este excepcional escritor. En esto de las relecturas soy epígono de Henry Miller, contemporáneo y amigo de Durrell, quien predicaba a los cuatro vientos que cada lectura es historia del lector y no del escritor, quien ya hizo su parte y no espera ser juzgado. Miller lo dice así: “Es tu historia, querido lector (…) y si careces del sentido necesario para percibirla, tanto peor para ti. Pues todos nosotros hemos nacido de la misma madre, hemos bebido la misma leche áspera, y hemos de volver al mismo seno celestial, más prudentes quizá pero no más tristes, y ciertamente, no peores por la experiencia. Cualquier pasaporte que hayamos utilizado aquí abajo será sin la menor duda marcado con la palabra inválido”.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.