Frente a una población mundial superior a 7.7 mil millones de personas, el saldo hasta ahora de afectados por el coronavirus es poco: 5.5 millones de infectados y 350 mil muertos…, y contando, más se han perdido en las guerras de devastación. La economía mundial podría quedar en -2.5% y la iberoamericana se hundiría a -6%… o más.
Poco antes del virus se había generado en el planeta un cargo de conciencia por la destrucción del medio ambiente. Hace poco se había lanzado la advertencia de que íbamos a la catástrofe como raza y algunos sacaron la bandera del un nuevo acuerdo verde mundial —global green new deal— que sonaba bonito, audaz, con cargos de conciencia.
Había que modificar patrones de producción, uso de energías limpias, modelos de consumo, esquemas más justos de distribución de la riqueza, una toma de conciencia de la realidad desde un nuevo enfoque educativo; sí, claro, por qué no. El planeta es de todos, hay que cuidarlo, se tienen que hacer sacrificios.
La pandemia nos enfrentó a la realidad: el primer paso se dio: encerrarse en casa, abjurar del confort que ha ido destruyendo el planeta, comenzar a cambiar la conciencia ecológica, sí, todos cooperaremos, encerrados para leer. Y vino el encierro. Y en México ocurrió lo impensable: primero la negación, luego salir a la calles a como dé lugar a enfrentar la adversidad, el sentido mexicano que se juega la vida en un volado –moneda al aire, a cara o cruz, o, más bien, a águila o sol, águila guerrera o pirámide del sol, las dos caras de las monedas mexicanas de mediados del siglo pasado– y terminar con el grito pidiendo la última cerveza del estadio porque por ley se prohibió la venta de bebidas alcohólicas como previsión a la violencia intrafamiliar por el confinamiento. La suerte en una moneda que dice Ricardo López Méndez en su poema México, creo en ti:
MÉXICO, CREO EN TI,
PORQUE ESCRIBES TU NOMBRE CON LA X
QUE ALGO TIENE DE CRUZ Y DE CALVARIO:
PORQUE EL ÁGUILA BRAVA DE TU ESCUDO
SE DIVIERTE JUGANDO A LOS VOLADOS:
CON LA VIDA Y, A VECES, CON LA MUERTE.
Ahora se trata de salir de la prisión oficial, de las ciudades-cárcel, del confinamiento obligatorio para vérselas con uno mismo, del conocimiento de la soledad, lejos de aquel verso de Lope de Vega de que “para andar conmigo me bastan mis pensamientos”, no, la verdad es que necesitamos el bar, la cantina, la playa donde ir a embriagarse, a recuperar el equilibrio del cuerpo al que le hace falta el vaso de licor que encontrar el punto medio en medio de la rotación de la Tierra.
Y de nueva cuenta el planeta comienza a ser ocupado, a ser destruido, sin ningún prurito de arrepentimiento, lo estamos viendo en las playas atiborradas de gente, espacios de arena vuelta a aplanar por la inconciencia de la aglomeración. De regreso a usar los combustibles que sean, fósiles o nuevo, al fin y al cabo que lo que necesitamos es movernos en manada sin sentido de la conservación.
No hay maldiciones divinas, pero el planeta como organismo vivo siempre ha mandado mensajes a los habitantes. Cuando el mundo ha avanzado no sólo en el control de plagas, sino en la construcción de amas químicas, el planeta encuentra formas de advertir que las cosas no andan bien. Nadie quiere hoy saber qué ocurrió o qué puede volver a ocurrir, sino que desea romper el confinamiento y preparar formas de control de enfermedades que no vuelvan a encerrar a las personas en sus cuevas primitivas con aire acondicionado, redes sociales y conexiones infinitas de cadenas de televisión y cientos de libros que nadie quiso realmente leer.
El ser humano es un superviviente que no tiene conciencia de su buena suerte. Los que volvieron a salir corrieron el riesgo de un nuevo flujo de infecciones, pero, como decimos en México, lo bailado nadie se lo quita. Una cerveza en una terraza es como la última gota de agua en un desierto: la vida. Y ya con velocidad, lo que quedó atrás a nadie le importa. Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas; lo que pasa en el planeta Tierra se queda en el planeta Tierra.
Y aquí estamos de regreso a nuestra normalidad, no “la” normalidad, de nuevo en la realidad que dejamos pendientes para ir a encerrarnos en nuestras casas mientras el virus de una décima de una milésima de milímetro pasaba de frente y no nos veía en su camino de destrucción. Y nuestra normalidad es el sometimiento del planeta a nuestras comodidades, a nuestras necesidades destructivas del equilibrio ecológico.
Costará trabajo retomar las banderas de la ecología, de los acuerdos verdes, de los cargos de conciencia tecnológica. El virus, señala la versión más manejada, aunque no necesariamente la real, no fue producto de la modernidad, sino, oh sorpresa, de las prácticas antiguas, de la forma de sobrevivencia en la muerte de animales para nuestra alimentación: el cruce de alguna forma entre un murciélago y un cerdo, como se alimentaban nuestros ancestros cuando no había siquiera fuego.
Y si se prueba que el virus salió de un laboratorio, entonces habrá que enlistar el coronavirus o COVID-19 como algo que bien podría ser el adelanto descontrolado de un arma de destrucción masiva para las guerras que vienen y que con la pandemia nos dieron una demostración de su capacidad dañina.
En fin, ya estamos de regreso a nuestra tarea de destruir el planeta. Bienvenidos de regreso a nuestra pesadilla.