Comienza un nuevo año, la gran invención del imaginario social que es como un limpiarse y renovarse en las aguas del Jordán cronológico, y por lo menos hasta fines de enero andaremos por ahí dando sonoros palmetazos a cuanto conocido se tope con nosotros y sobaditas con palma abierta a las chicas jóvenes y frondosas. Es tan arraigada la costumbre del abrazo de año nuevo que se da incluso a los antipáticos.
En algún pueblo africano del que habla Chinua Achebe existe la costumbre de humillarse y ofrecer disculpas al inicio del nuevo ciclo por los errores y pecados del anterior. Atenido a tan sabio proceder, yo reanudo las entregas de JdO con un público mea culpa por la horrible burrada que se me deslizó en la última entrega del 2011 y que el ojo de lince de Rafael Cardona detectó: un “exhudo”, palabreja que además de lacerar la pupila no tenía nada que hacer en ese primer párrafo. La estocada del ilustre columnista es precisa e inmisericorde: “Está cahbrón que exhudes”.
Diciembre fue de sorpresas, de tristezas, de risas y de nostalgias. Murieron dos iconos: el alter ego de Dart Vader y el hijo del nunca suficientemente llorado (PT dixit) Kim Il Sung, el amado líder a cuya luz floreció un pueblo y cuya sombra opacó a todos los males. El primero ya goza de la fuerza en donde quiera que se encuentre, mientras que el segundo debe andar escondiéndose en el más allá de los fantasmas de Carlos Marx y de Federico Engels, que sin duda buscan molerlo a palos. También cayó estrepitosamente uno de los grandes mitos que desde el siglo XIX inficionaba al estamento de las redacciones: gracias a los esbirros del doctor Mondragón y Kalb quedó demostrado científicamente que son los ingenieros y los abogados, y no los periodistas, los reyes del trago. Ya en el gremio se organizan tedéum de gratitud que sin duda acabarán en algún recinto sagrado como lo fue “El Nivel” antes de que los ignaros promotores “culturales” de la UNAM lo cerraran. Y por el lado de la añoranza, se cumplieron cien años del natalicio de Fernando Benítez, cuyos libros, todos dedicados de su puño y letra, me descubrieron mundos portentosos. ¡Te saludo, maestro!
Intrigante, esto de las costumbres. Por ejemplo, ¿alguien me podría decir por qué apenas comienza y ya estamos contando los días para el final del año? En el momento en que escribo, según mis cálculos, faltan 354 días, u 8 mil 496 horas, o 509 mil 760 minutos, o 30 millones 585 mil 600 segundos para que doblen las campanas por el 2012 y entonemos las fanfarrias por el 2013. ¿A quién diablos le importa eso? Sepa, pero hay libros y cientos de páginas electrónicas dedicadas a tal cálculo.
La celebración del Año Nuevo ni siquiera es occidental y tampoco ha sido siempre el primer minuto del primero de enero. Fueron los antiguos babilonios los que iniciaron el rito hace unos cuatro mil años para conmemorar el nacimiento de la vida con la primera luna nueva del Equinoccio Vernal (también conocido como Equinoccio de Aries o, para los más conservadores, Equinoccio de Primavera).
Esta tradición fue heredada por los romanos. Pero como los emperadores le metían mano al almanaque con más frecuencia que los políticos mexicanos a la Constitución, éste pronto se desfasó del paso del sol. Julio César, en el 46 a.C., publicó su Calendario Juliano y lo regresó al primero de enero, aunque para compensar los caprichos de sus antecesores tuvo que dejar al año anterior durar 445 días.
Durante los primeros siglos de nuestra era la Iglesia denunció a la fiesta como rito pagano y la prohibió hasta entrada la Edad Media, cuando la costumbre (¡otra vez!) se impuso. Algunas denominaciones conmemoran el primero de enero la Circuncisión de Cristo.
Cuando llegó Hernán Cortés a México, el calendario azteca acababa de ser reformado para ser de 365 días e intercalaba un año bisiesto. El año empezaba el día 1 de Atlacalmaco, coincidente con nuestro 1 de marzo.
El Año Nuevo Lunar es la más importante festividad para los chinos. La tradición dice que durante el último día del año, Nian, una feroz bestia, desciende a la tierra a devorar a los hombres. Sólo la alejan el color rojo y el ruido de cohetes y los fuegos artificiales. Así que en las ciudades chinas esa noche todo mundo pega adornos rojos en las puertas, prende antorchas y echa palomas y buscapiés. A la mañana siguiente la gente se saluda con un “gong si” que en chino quiere decir “¡felicidades!”, por haber mantenido a raya a Nian un año más. Además dan a cada año el nombre de un animal. 2012 es el Año del dragón.
En el Japón el shogatsu es la celebración más importante del año y dura del 1 al 3 de enero. Los hijos del Sol Naciente creen que cada año es un nuevo comienzo, así que se apuran a cumplir con todos los deberes antes de que termine (igualito que el “mañana” y el “ahí se va” nuestro) y celebran el bonekai o “fiesta del olvido”, para despedir a los problemas y preocupaciones del año anterior. Esa noche hay la tradición de echar a volar las campanas de los santuarios. Quizá algunos lectores recuerden aquel maravilloso pasaje de Lo bello y lo triste de Yasunary Kawabata cuando el protagonista vuelve a su ciudad natal porque tenía nostalgia por escuchar las campanas de su templo.
Entre las diversas celebraciones para recibir el nuevo ciclo algo generalizado es la costumbre de dar regalos, vestir ropa especial, adornar las casas, celebrar fiestas y ofrecer propósitos. Entre nosotros no faltó quien prometiera dejar de fumar, bajar de peso, leer un libro, hacer ejercicio o ejercer al límite de lo posible la fidelidad. Los babilonios tenían como propósito favorito el regresar aperos de labranza prestados.
Así pues, el inicio de un nuevo año, en todo el mundo, tiene un significado especial, aunque las fechas y las cuentas no coincidan. Para el pueblo judío su año nuevo, Rosh Hashaná, es el 3 de octubre y están en el 5 mil 773 de su era. Los chinos, por su parte, van en el año 4 mil 708.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.
11/1/12
@sanchezdearmas
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