2012 será un año muy difícil e incierto para el mundo y para México. Los acuerdos fiscales de la Unión Europea menos el Reino Unido difirieron la ruina del Euro, pero no corrigen lo que se hizo mal o no se hizo en el Tratado de Maastricht de 1992. Tampoco regulan a la banca privada internacional, cuyos excesos provocaron la crisis iniciada en 2007-2008 y reactivada en la segunda mitad de 2011.
Un moderado optimismo surge de la modesta reactivación del empleo en Estados Unidos, que podría propiciar la reelección de Obama pese a que el ala ultraderechista del Partido Republicano le ha estrechado al máximo los márgenes de maniobra. No obstante, la economía estadunidense sigue en terapia intensiva y no es probable una recuperación significativa en los próximos meses.
En este entorno, el peso de las exportaciones de México a Estados Unidos (alrededor del 80%), que se pensó sería un seguro de crecimiento nuestra economía, se ha convertido en un lastre y se traducirá en una desaceleración que hasta Agustín Carstens prevé que nos afectará un quinquenio, y ni el sector privado ni el público advirtieron a tiempo la necesidad de diversificar el comercio, especialmente con China, otras economías emergentes y América Latina.
Más que los factores externos, el repudio del gobierno a toda política económica con programas, metas y financiamiento cuantificados, es responsable del estancamiento sin siquiera haber logrado el único objetivo aceptable para Hacienda: la estabilidad, pues el peso se ha devaluado en dos dígitos y el precio de la canasta ha crecido al extremo de que en cinco años, el precio de la tortilla pasó de $3.00 por kilo a alrededor de $14.00, hasta ahora. Y digo hasta ahora, porque la sequía prolongada ha arrasado las cosechas en veinte estados y diezmado el hato ganadero, lo que en muy poco tiempo se traducirá en precios más altos de los alimentos y de todo lo demás.
El aumento de precios y la falta de empleos en la economía formal explican que más de 50 millones de mexicanos vivan en alguna modalidad de pobreza y que 20 millones sufran pobreza alimentaria: no les alcanza el ingreso para comprar comida. La ausencia de una política de empleo ha hecho que cerca de quince millones de personas sobrevivan en el sector informal como franeleros o vendiendo cualquier cosa en las calles, desde tacos hasta mercancías pirata, robadas o introducidas al país de contrabando y no paguen impuestos. Casi todo esto es ilegal, pero es la única salida para millones de familias en todo el territorio nacional.
El telón de fondo de los desaciertos de los gobiernos y las deformidades sociales que han generado, es la violencia criminal, que ha creado una visión del mundo, valores, actitudes y costumbres propios, es decir, una cultura. El narcotráfico tiene héroes y hasta santos en el imaginario popular y los actos delictivos–asesinato, tortura, secuestro, extorsión– se están convirtiendo en aspiraciones para muchos adolescentes excluidos de la educación media y superior por falta de cupo y de la economía por falta de empleo formal.
La retirada de la cultura nacional frente a las expresiones culturales del crimen es en extremo grave, pues fractura a la sociedad y lo más alarmante es que va ganando espacios sobre todo en las nuevas generaciones. No conozco encuestas o estudios serios que hayan explorado los efectos que el avance de la cultura delictiva sobre los procesos electorales de este año y sobre las perspectivas de convivencia de la sociedad consigo misma para los próximos años, gane quien gane las elecciones.
Desde el gobierno casi todo es demagogia y engaño. Por no hablar de la Estela de Luz, el plan de créditos para estudiar en universidades privadas no beneficiará a los jóvenes, como habría ocurrido si los $2,500 millones se destinan a mejorar la calidad y ampliar la cobertura de las universidades públicas, pues los egresados deberán pagar el principal y los intereses a los bancos al terminar su carrera. Esta será una pesada carga si, como ahora, los nuevos profesionistas tienen que trabajar como taxistas o vendedores ambulantes.
Así está el país que en menos de seis meses elegirá a un nuevo presidente, nuevos diputados y senadores, jefe de gobierno del Distrito Federal, seis gobernadores, quince congresos locales, centenares de ayuntamientos, jefes delegacionales en el Distrito Federal.
¿Para qué vamos a votar?
Eso es lo que deben proponernos los candidatos y partidos, no a través de espots, que son una herramienta para vender –cosas, imágenes, ilusiones– sino con propuestas claras y serias para una población muy preocupada.
Hasta ahora Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador han publicado sendos libros en los que explican sus ideas sobre el país y proponen algunas soluciones. Lo que habría que esperar es que en las campañas políticas se discutieran esas y otras ideas para que cada quien vote por el partido y candidatos que le convenga. Pero si caen en la tentación de la guerra sucia, como la que hizo el PAN contra López Obrador en 2006, ellos, los candidatos y partidos, abonarían a la cultura de la descalificación y la violencia.