Dice el real mamotreto que la melomanía es “amor desordenado a la música”. Carajo, resulta entonces que todos estos años he vivido en el vicio, y lo que yo creía noble placer es en realidad pecado solitario como el que escandalizaba a mis tías, quienes montaban guardia en la puerta del baño para impedir que el Maligno tentara (je, je) a los sobrinos.
Como hoy amanecí herético, me declaro el más desordenado de los desordenados en mi inclinación musical y proclamo urbi et orbi que si por ello he de pagar con las llamas del infierno, ¡sea!, pues en parodia del bardo, No me mueve, mi Dios, para quererte / la música que me tienes prometida…
Establecido así el contexto y aportadas las aclaraciones pertinentes, procedo entonces a compartir con mis lectores un homenaje al jazz, pues la semana próxima se celebra en Montreal la trigésimo tercera edición del célebre festival internacional de la expresión musical que recogió el lamento de los esclavos negros y lo convirtió en una explosión de alegría.
Además, la UNESCO designó el 30 de abril como Día Internacional del Jazz. Es notable que la propuesta fuera del pianista Herbie Hancock, compositor y director del Instituto de Jazz Thelonius Monk, y no germinara en algún organismo oficial. ¿Será por el fariseísmo de nuestros primos del norte que pese a tener un Presidente negro y nutrirse de una riquísima diversidad cultural no acaban de digerir lo que no sea White, Anglosaxon & Protestant (wasp)?
Pudiera ser. El jazz nació en las chabolas del sur de Estados Unidos en donde los esclavos lamentaban su suerte en tierra cristiana. Es, básicamente, producto único y singular de la conjugación de los instrumentos musicales europeos con la concepción musical africana. Con sus distintos estilos, este ritmo nace en la veta de libertad que defendieron los negros durante la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, quizá porque aquella movilización tenía en la improvisación uno de sus motores (ecos de Rosa Parks y de Martin Luther King), y la libertad para la improvisación es uno de los elementos fundamentales del jazz.
Hace pocos años un reportero preguntó al contrabajista Ron Carter si él había sufrido alguna vez discriminación por ser negro. El músico respondió: “Todos y cada uno de los días de mi vida he padecido la discriminación”. Hoy, con los vientos de igualdad que aparentemente oxigenan el ambiente mundial es difícil imaginar a figuras musicales de gran fama como víctimas del racismo, pero no siempre fue así.
Entre los jazzistas la paradoja fue mayor porque su música tenía enorme aceptación entre los blancos y pronto se hacían famosos, aunque ello no los ponía a salvo de los actos discriminatorios. Los dueños de salones y bares vigilaban celosamente que se cumpliera la ley y que los músicos negros, celebridades o no, entraran por la puerta trasera o por la cocina. El trompetista Miles Davies, autor de la que muchos consideran la mejor grabación de jazz en la historia —Kind of blue—, tocaba de espaldas al público en protesta por la discriminación que sufrían los de su raza y para dejar en claro que no interpretaba para los güeros. El trompetista Dizzy Gillespie, más juguetón, arrojaba bolitas de papel al público cuando era intérprete de fila.
Los años entre guerras y de la gran depresión económica fueron de auge para el jazz. Pero el pequeño wasp que habita en el ADN gringo conspiró con la parte del público que no estaba a gusto con el origen negro del jazz y así nacieron las orquestas de blancos como las de Stan Kenton, Glen Miller y Benny Goodman, que si bien exitosas, no dejaron de ser una versión “light” de verdaderas grandes orquestas como las de Duke Ellington y Count Basie.
En el ámbito de la música popular, después de gozar de arraigo y popularidad, el jazz fue cayendo en el olvido del gran público y se convirtió en música de culto(s), porque devino en objeto exquisito apreciado entre grupos reducidos, como el de los intelectuales. Por ello, el Día Internacional del Jazz es un acto de justicia además de la oportunidad de que las nuevas generaciones se acerquen a creaciones que erizan la piel -desde la nuca hasta la zona sagrada– y el pretexto para homenajear a los músicos que nos han dado horas de gozo voluptuoso con su música.
Y para recordar que el jazz ha acompañado tareas creativas como la de Julio Cortázar, en cuya literatura algunos críticos han percibido la misma estructura rítmica del jazz. Será también pretexto para releer “El perseguidor”, relato cortazariano incluido en Las armas secretas, dedicado al legendario saxofonista Charlie Parker, en el que hay toda una disertación acerca del cómo y por qué de la creación artística, tema sobre el cual la versión del propio artista no es la mejor ni la más válida sino sólo un punto de vista más.
En México es muy reducido el círculo jazzero, no obstante que por afinidad debería sernos más cercana y familiar una tradición musical que surge de la reunión singular de dos concepciones musicales determinadas por condiciones históricas y sociales. Desde luego más que la música de concierto europea cuya hegemonía como “buena música” o “música culta” ha hecho pensar que su consumo es más ventajoso, aleccionador, elegante y educativo, aunque conceptualmente esté alejada de parámetros que nos permitan “sentirla” nuestra.
Este festejo de la UNESCO puede ser el impulso que necesitan las disqueras para que de nuevo editen los distintos estilos del género: el bebop, el jazz fusión, el free jazz y los experimentos con otros ritmos como los de la música afroantillana. No es justo que los jóvenes de hoy se pierdan el gozo de voces maravillosas como las de Carmen McRae, Bessie Smith, Billy Holliday, Sarah Vaughan o Ella Fitzgerald. Ojalá se den la oportunidad de experimentar la vibración interior que produce escuchar a Miles Davis, Ornette Coleman, John Coltrane, Artie Shaw, Charlie Parker, Roy Eldrige, Duke Ellington, Thelonius Monk, Oscar Peterson, Cannonball Adderley, Charles Mingus, Charlie Haden, Sun Ra o los más jóvenes como Wynton Marsalis y muchos, muchísimos más.
Antonio Malacara, en una entrevista con Mario Enrique Sánchez, dice que los músicos mexicanos han tenido contacto con el jazz desde el siglo XIX y a lo largo de casi 200 años de historia, han aparecido cientos de intérpretes destacados. Sin embargo, apunta: “el jazz es poco valorado ya que al igual que la música clásica, está considerado dentro de una élite y por cuestiones de negocios, no se ha popularizado y no se le ha dado la capacidad de más promoción. Otros factores que impiden se popularice el jazz [en México], es su poca rentabilidad. No da para comer y los músicos tienen que vender su capacidad y talento; es por esto que los mejores terminan tocando para artistas como José José, Lupita D’ Alessio o Luis Miguel”.
Sin embargo, hemos tenido grandes exponentes de este arte, entre ellos Juan José Calatayud, Chilo Morán, Tino Contreras o los hermanos Toussaint, por mencionar los primeros que llegan a la memoria.
Tanto el Día internacional del jazz como el festival de Montreal me han recordado aquellas lejanas juventudes cuando no había nada mejor que ir a escuchar al legendario grupo THNB que iluminó nuestras tardeadas en aquel local de la Avenida Universidad frente al autocinema: ¡Todos hermanos, negros y blancos!
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.
@sanchezdearmas
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