Las acciones encubiertas, frecuentes en la práctica policial estadunidense, consisten la infiltración de las organizaciones delictivas por agentes disfrazados de criminales que, para ser creíbles, tienen que cometer ilícitos que no son punibles porque, como suelen decir en ese país, “it is my job”.
El pragmatismo predomina sobre la moral, y los fiscales están autorizados para negociar la disminución o incluso abolición de las penas de criminales que son apresados, a cambio de información que facilite la disolución de bandas delictivas o la aprehensión de sus jefes.
Estas prácticas dejan un ancho margen de maniobra a las agencias y agentes del sistema de Justicia estadunidense y propician la corrupción y la impunidad, pero son aceptables para el Congreso y presumiblemente para la sociedad de ese país porque valoran más los resultados que los métodos: el fin justificando los medios como lo aconsejaba el maestro Maquiavelo a principios del siglo XVI.
Pero las autoridades de ese país no tienen ningún derecho de extender sus formas de operación a México, porque la Constitución reserva a las corporaciones policiacas mexicanas la persecución de delitos cometidos en territorio nacional y cualquier intervención de policías de otro país viola esta disposición y lesiona la soberanía nacional.
No importa si la operación Rápido y furioso, por la que el Departamento de Justicia de Estados Unidos permitió el envío de más de dos mil armas de asalto a narcotraficantes mexicanos, es aceptable o no en el sistema de Justicia estadunidense; lo que importa es que el gobierno de ese país toleró y quizá propició ese hecho que no sólo viola la legislación mexicana, sino que ha fortalecido la capacidad de fuego de los grupos más violentos y ha contribuido a la pérdida de un número indefinido de vidas de ciudadanos mexicanos.
Tampoco importa si la ayuda que prestaron agentes encubiertos de la DEA a narcotraficantes mexicanos para transportar de México a su país millones de dólares que luego fueron lavados en bancos estadunidenses, tenía la intención de identificar a los jefes de las organizaciones y sus modos de operación; el hecho concreto es que agentes de la DEA, probablemente con la participación de agentes mexicanos, ayudaron a lavar grandes cantidades de dinero del narcotráfico y con ello favorecieron al crimen organizado.
Apenas el domingo pasado, al celebrar el quinto aniversario de su gobierno, el presidente Felipe Calderón dijo que “la información del Gobierno Federal es pública [y] los ciudadanos tienen mecanismos eficaces para obtenerla” porque en México tenemos “una democracia vibrante, una democracia que acota el ejercicio del poderoso”.
Pues yo le tomo la palabra al presidente, y solicito que su gobierno dé a conocer al país información sobre su eventual participación en los operativos Rápido y furioso y el de lavado de dinero que el mismo domingo difundió The New York Times. Y pregunto:
1) ¿Autorizó su gobierno de México la operación de lavado de dinero de la DEA y la participación de agentes encubiertos mexicanos?
2) ¿Cuál fue el sustento jurídico que, en su caso, permitió que agentes mexicanos cometieran actos tipificados como delitos en el Código Penal sin que aparentemente vayan a ser sancionados por ello?
3) Si el gobierno no tuvo información ni participó en esa operación, ¿qué medidas concretas ha tomado la Cancillería para protestar por los delitos cometidos en el territorio nacional por los agentes de la DEA?
4) ¿Qué acciones ha emprendido la PGR para perseguir los delitos en que incurrieron agentes estadunidenses y tal vez ciudadanos mexicanos en la operación de lavado de dinero que, por lo visto, se ha desarrollado a durante cierto tiempo y no en una sola ocasión¡
5) ¿Cuál es el estado de las investigaciones de la operación Rápido y furioso y qué acciones diplomáticas ha emprendido la Secretaría de Relaciones Exteriores al respecto?
Desde hace más de medio siglo se ha reconocido que el narcotráfico es un delito internacional y debe ser combatido con acciones concertadas de toda la comunidad mundial, pero nada se ha logrado al respecto, entre otros obstáculos, por la oposición de Estados Unidos, que se arroga la función de policía dentro y fuera de su territorio.
Lo cierto es que la banca estadunidense e internacional sufriría un golpe mortal si todos los gobiernos del mundo se pusieran de acuerdo para identificar, impedir y castigar el lavado de dinero, y este hecho explica por qué nada se ha logrado hacer al respecto ni en Estados Unidos ni en México ni en otros países. Existe una especie de entendimiento –y probablemente un fenómeno de corrupción a niveles fabulosos– que da impunidad tácita a los bancos que son a todas luces cómplices y beneficiarios del narcotráfico.
La versión de la DEA sobre la operación que puso al descubierto The New York Times suena más a ironía que a explicación. ¿Cómo puede creerse que esa agencia tenga que lavar dinero de narcotraficantes mexicanos para descubrir cómo hacen esta operación financiera? ¿Acaso el lavado de dinero es una actividad inédita que la DEA ignora? ¿Por qué no le pregunta al Banco de la Reserva Federal cómo se hacen esas transacciones, que no son un misterio n i siquiera para los profesores y estudiantes de finanzas de las universidades de ese país?
Si algo queda claro –ha sido claro siempre– es que el narcotráfico sirve para que la industria armamentista, la productora de precursores de las drogas y el sector financiero de Estados Unidos, hagan negocio. Y el costo para México es de decenas de vidas humanas perdidas, crisis de Derechos Humanos cuando menos en los cinco estados del país donde investigó Human Rights Watch, miles de familias enlutadas, desintegradas, expulsadas de sus pueblos por la violencia, mujeres sacrificadas, jóvenes corrompidos por las organizaciones criminales y un sentimiento generalizado de impotencia y desaliento. Esto es lo que va a continuar cuando menos por un año más, mientras el presidente se felicita por la democracia.