Los 35 cadáveres encontrados en el Puerto de Veracruz la tarde del martes son estadísticamente irrelevantes comparados con los 40 o 50 mil muertos que van en el sexenio, y para el procurador de la entidad, Reinaldo Escobar, tienen además la característica de ser “identificados como criminales”. Las palabras del señor procurador sugieren que un grupo de asesinos ejecutó a otro grupo de delincuentes, como por cierto ha ocurrido en muchas otras partes del país en los casi cinco años que llevamos de guerra contra el narcotráfico o de estrategia de combate al crimen organizado, como ahora prefiere llamarla el gobierno federal.
Una interpretación, que ha sido frecuente entre funcionarios y voceros oficiales, es que los delincuentes se están matando entre ellos y con eso le están haciendo el trabajo a las fuerzas armadas. Como casi todas, es una apreciación no sólo apresurada sino irresponsable, pues detrás de estas ejecuciones puede ocultarse un problema mayúsculo, ya no sólo para la seguridad pública –entendida como la que el Estado debe garantizar a las personas en el territorio nacional– sino para la seguridad nacional, que se ve amenazada cuando el Estado no puede cumplir con sus funciones básicas, como podría ser el caso.
¿Quiénes son los asesinos y quiénes las víctimas?
Una posibilidad es que se trate de dos bandas rivales que están en conflicto por el control de la “plaza” (el puerto o el estado de Veracruz) para la venta de drogas al menudeo, la extorsión y otras actividades delictivas altamente rentables. Otra posibilidad es que uno de esos grupos sea de sicarios y el otro de ex escoltas de empresarios o funcionarios, que decidieron organizarse por propia cuenta y vender sus servicios al mejor postor, y que se conocen con el nombre genérico de paramilitares.
De acuerdo con Edgardo Buscaglia, uno de los más conocidos estudiosos de estos temas, en México operan unos 160 grupos de paramilitares de élite, cuyos integrantes no sólo de nacionalidad mexicana, sino de otras varias nacionalidades. Si esto es así –y Buscaglia sabe de lo que habla– el problema de la violencia en México ha dado un salto cualitativo y podría haber rebasado la capacidad del Estado para someter a quienes violan el orden jurídico nacional y ponen en peligro a las personas y sus patrimonios.
Hace algunos días, en la presentación de un libro sobre la crisis de seguridad en México[1], Ana Laura Magaloni afirmó que debido a la fuerte acción militar contra el narcotráfico, sólo quedan tres cárteles con capacidad de trasiego y que la disolución de esas organizaciones empresariales ha dado lugar a la formación de 291 grupos criminales menores pero más primitivos y violentos, dedicados a otros delitos.
Según Buscaglia, en México existen 22 variedades diferentes de crímenes, entre los que se encuentran la extorsión, los secuestros, la piratería, la trata de personas, el tráfico de órganos, que afectan directamente a la seguridad de la población civil. Este es el resultado ominoso de una estrategia dirigida a decapitar a las grandes organizaciones criminales, que ha provocado una dispersión de los matones que estaban a su servicio y ha agravado, en vez de resolver, el problema de la inseguridad pública que existía al inicio del actual gobierno.
En ello radica el principal desacierto del presidente Felipe Calderón. El combate al narcotráfico es una prioridad para Estados Unidos, que es el mercado de drogas más grande del mundo. Para ese país, lo más conveniente es que el gobierno de México haya decidido volcar “toda la fuerza del Estado” contra los narcotraficantes en territorio mexicano y con soldados, marinos y algunos policías mexicanos, a cambio de felicitaciones más o menos frecuentes al presidente por su “liderazgo” y de un programa de “ayuda” relativamente marginal, como lo es la Iniciativa Mérida.
Este sencillo procedimiento es consistente con la “Nueva Estrategia de Combate al Crimen Transnacional” que, según el especialista Javier Oliva, dio a conocer el gobierno de Estados Unidos el pasado 28 de julio, y que incluye la incorporación de los comandos Norte y Sur a la persecución del crimen organizado. En esta línea de pensamiento, el gobierno mexicano se habría adelantado al estadunidense al movilizar a sus propias fuerzas armadas para combatir a los narcotraficantes.
El problema es la confusión de objetivos. Para los estadunidenses, la gran prioridad es que otros gobiernos intercepten los cargamentos de drogas antes de que ingresen a ese país y además carguen con los costos económicos, el desgaste institucional y la pérdida de vidas humanas. Para los mexicanos, por su parte, el objetivo principal es resolver nuestros propios problemas, entre los que destacan las adicciones, que es un asunto de salud pública, y las modalidades de delincuencia que lastiman directamente a la población, como las referidas por Buscaglia. Y un tercer problema, que podría alcanzar dimensiones incontrolables: la proliferación de grupos paramilitares.
El gobierno no está atendiendo los principales problemas del país y es muy poco probable que reoriente su estrategia, habida cuenta del rechazo del presidente a toda opinión que no sea la propia. Más difícil aún es que se ocupe de reconstruir el tejido social, cuyo deterioro explica la gran capacidad del crimen organizado para el reclutamiento de jóvenes, y de fomentar la dupla educación-empleo que constituye la solución de fondo a largo plazo pero que, precisamente por no dar frutos inmediatos es inaceptable, dado que el uso de los recursos públicos para programas sociales está destinado a formar clientelas electorales que sirvan de dique al PRI, cuyo retorno a la Presidencia de la República es cada vez más probable.
Para el común de los ciudadanos, no queda más remedio que esperar al primer domingo de julio de 2012 y emitir nuestro voto por una opción política distinta a la del panismo, cuya estrategia de combate al crimen organizado ha generado o permitido la muerte violenta de decenas de miles de personas y creado un clima de tensión, miedo y desesperanza que va cubriendo espacios cada vez más amplios del territorio nacional.
[1] Ramírez Saavedra Beatriz Eugenia. La crisis de seguridad y la agenda de riesgos de seguridad nacional. Editorial Porrúa. México, 2010. ISBN 978-607-09-0521-6