De los 52 millones de pobres que había en el país en 2010, 11.7 millones son extremadamente pobres, según las cifras del CONEVAL. No sé cuántas familias se encuentran en el lado opuesto de la desigualdad, pero deben de ser unas decenas de miles, y pase lo que pase con la economía global y la nacional, sus fortunas son suficientes para garantizarles una vida de lujo y dispendio a ellos y sus descendiente en tres, cuatro o más generaciones.
Los débiles son tan débiles que no tienen energías ni siquiera para protestar. A propósito de Somalia y sus “niños desnutridos, hambrientos, a punto de morir en brazos de madres que huyen de la sequía y la violencia de las armas”, León García Soler escribió el pasado domingo en La Jornada que “el hambre no es detonadora de revoluciones, sino de avasallamiento, de patética mansedumbre, de impotencia”.
Los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir y convivir con la desigualdad no sólo económica, sino racial, social, cultural, en todos los órdenes, quizá porque nuestra concepción del hombre, del mundo y de la vida fue cincelada por la estratificación social de la Colonia.
Nuestros pobres anónimos no detonaron ninguna de nuestras revoluciones, pero en todas ellas pusieron los muertos, quizás con la vaga esperanza de romper la maldición, o tal vez sólo por dejarlo todo, es decir, nada, e irse a “la bola”.
El resentimiento de los indios convertido en cólera mató a centenares de “gachupines” en la Alhóndiga de Granaditas y no lo hizo en la Ciudad de México por el horror de Hidalgo a una masacre aún más sangrienta. Pero la furia se agotó en sí misma y Los Sentimientos de la Nación –el documento político con mayor autoridad moral de nuestra historia– quedó para los libros de texto, pues fue Iturbide quien consumó la Independencia, y si alguien creyó que con eso traicionó al alto clero que le había encargado eliminar a Vicente Guerrero, salió de su error al ver la preservación del viejo régimen y la coronación de Agustín I, un remedo de los fastos imperiales de Europa.
Los pobres no detonaron la Guerra de los Tres Años, pero la hicieron quizá con una nueva esperanza de escapar a la condena del hambre, sólo que la República tampoco desterró la desigualdad. Medio siglo después, Madero ni siquiera se planteó el problema social y en 1917, Carranza fue rebasado por un grupo de constituyentes jóvenes que le dieron un perfil social a la constitución, para escándalo de los constitucionalistas ortodoxos.
Llegó el tiempo de las instituciones, luego el reparto agrario y la expropiación petrolera de Cárdenas, la Segunda Guerra y la posguerra, y el modelo de sustitución de importaciones, que requirió y propició la creación de todo: un capitalismo nacional, un mercado interno que a su vez fue posible por la expansión económica, la industrialización y la urbanización.
Muchos pobres –no todos, ni en todo el país– salieron de esa condición para formar la clase media: había empleo, se montaron importantes campañas de alfabetización, se construyeron escuelas en todo el país, se multiplicó la educación media, se expandieron las universidades y se crearon otras; la Conasupo administró los precios de los productos agrícolas, el Estado montó un extenso conjunto de instrumentos de fomento, el campo pudo abastecer de alimentos a las ciudades, de insumos a la industria y de mercancías exportables al comercio exterior.
Dos o tres generaciones vivimos en un país que estaba abatiendo la pobreza a gran escala por primera vez en la historia; en las familias pobres se creó la noción de que el esfuerzo individual era la clave de la movilidad social de una generación a otra; algunos pretendieron acelerar el proceso, otros pensaron que el Estado burgués desaparecería y hasta hicieron algo para precipitar su derrumbe. Unos más creyeron –o dijeron– que la Revolución haría justicia a los campesinos, “la clase predilecta del régimen”, como dijera López Mateos.
Lo que habían creado los gobiernos posrevolucionarios, se agotó: el capitalismo nacional protegido por el Estado no modernizó su tecnología ni aumentó su productividad; el Estado asumió el control de las ramas estratégicas –energía, acero, telecomunicaciones– pero también rescató empresas privadas en quiebra, con lo que absorbió la ineficiencia privada; el sindicalismo oficial, que fue uno de los pilares de la protección a las empresas, envejeció, se anquilosó, se corrompieron sus dirigencias y gran parte de las bases.
La planta productiva ineficiente no pudo resistir la apertura comercial, se sucedieron las crisis, los empresarios mexicanos se volvieron representantes y comisionistas de las empresas extranjeras, disminuyó la capacidad de la economía para crear empleos, se deterioró la calidad de la educación y la movilidad social se detuvo, primero, y luego se invirtió: los hijos de familias de clases media se han empobrecido por falta empleo y porque en los niveles medio superior y superior, los espacios en las escuelas son insuficientes y, peor aún, los egresados no encuentran acomodo en el mercado laboral.
Millones de jóvenes están sumidos en el nihilismo autodestructivo: consumo de drogas y adicción a los artefactos electrónicos. Para subsistir trabajan en la informalidad, lindante con la delincuencia, tratan de emigrar ilegalmente a Estados Unidos o se convierten en carne de cañón del crimen organizado.
Para qué hablar de los 2.6 millones de desempleados abiertos, los 3.9 millones de subempleados, los 3 millones de empleados que no reciben remuneración o los 13.4 millones de trabajadores informales. O de la caída de 12.3% en el ingreso de los hogares en sólo 2 años o de que el decil más pobre de la población gasta el 49.9 por ciento de su ingreso en alimentos. O de los 20.2 millones de personas que viven en pobreza alimentaria.
El crecimiento de las economías desarrolladas continuará desacelerándose, seguirá aumentando el desempleo y las protestas sociales –y quizá la represión, como en el Reino Unido–, se contraerá la demanda, bajarán la producción y las importaciones. Para nuestra economía, basada en el sector externo y con el 85 por ciento de las exportaciones a uno de los polos de la crisis, Estados Unidos, la perspectiva es muy preocupante.
Las cifras de la pobreza en México podrían aumentar en el futuro cercano. Es poco probable que los que ya son pobres protesten, pero los empobrecidos de las clases medias con celular en mano y acceso a los cafés Internet, podían plantear un serio problema social y político que tal vez Calderón tenga que encarar si no alcanza a heredárselo al próximo gobierno, como le heredará la guerra contra el crimen organizado.
Las soluciones, si las hay, entrañan un replanteamiento a fondo del modelo para crear mercado interno a través de más inversión pública y privada, más empleo y más y mejor educación. Un nuevo proyecto económico y político respaldado en un liderazgo democrático fuerte, podría recomponer lo que está quedándonos de país.