Sociedad indefensa: Renward García Medrano

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El Estado mexicano está atrapado en el dilema de hacer valer las leyes y ser acusado de autoritario o mantener el ropaje democrático pero permitir la violencia en grupos desde dos o tres docenas de individuos hasta hordas de cientos o miles de sujetos que destruyen comercios y monumentos, asaltan edificios públicos y centros de estudio o cierran vías de comunicación, frente a la indefensión de la sociedad.

Este dilema se originó en la masacre de 1968, que pudo haber sido provocada por funcionarios públicos de alto nivel en su lucha sorda por la sucesión del presidente Díaz Ordaz. Le siguieron la matanza de estudiantes en 1971 y la llamada guerra sucia contra grupos guerrilleros urbanos y rurales, principalmente, en los años setenta.

Eran tiempos de cambio. La fase armada de la revolución era historia y el gobierno ya no estaba en manos de los generales, sino de los abogados y políticos, pero vivíamos en la inercia posrevolucionaria que justificaba los excesos políticos y represivos de la autoridad como males necesarios para la construcción de una economía fuerte y creciente, que era básica para mantener abierta la movilidad social.

El telón de fondo internacional era la guerra fría, y México, el país con la frontera más extensa con Estados Unidos, en la que se encontraban el desarrollo y el subdesarrollo, la cultura anglosajona y la latina, preservaba su independencia por medio de una política exterior de principios –derecho, paz, soberanía nacional, cooperación para el desarrollo– y una política interna de control corporativo y autoridad vertical del presidente de la República. Esto implicaba la existencia sólo formal de la división de poderes, el federalismo, el municipio libre, y el acotamiento mayor o menor, según las necesidades de coyuntura, de las libertades individuales. Se daba la paradoja de una defensa firme de la independencia frente a Estados Unidos, y una garantía tácita, casi anticomunista, de mantener al país en el “mundo libre”.

La democracia era más bien formal, pero no se llegó a los extremos de dictadura de otras naciones latinoamericanas. En la práctica, el único partido con fuerza nacional, el PRI (con sus dos antecesores), era en realidad una dependencia del gobierno, encargada de organizar elecciones. Los partidos que impulsaron las candidaturas fallidas de Juan Andrew Almazán, Ezequiel Padilla y Miguel Henríquez Guzmán, se desvanecieron; otros, como el Partido Popular de Vicente Lombardo Toladano, fueron más bien “oposición leal”; el Partido Acción Nacional empezó a serlo en los años ochenta y el Partido Comunista, en el clandestinaje o la legalidad, siempre fue minoritario. La oposición se expresaba como insurgencia sindical entre los ferrocarrileros, electricistas, telefonistas y maestros, así como en movimientos estudiantiles más bien efímeros, excepto el de 1968. Para todo fin práctico, las organizaciones de la sociedad civil surgieron en la etapa final del sistema político priista.

El sistema político-económico-social del siglo XX había entrado en crisis, y a partir de los años ochenta, el poder optó por abstenerse de usar la fuerza pública frente a grupos para no ser acusado de autoritario, aunque con ello incumpliera una de las funciones básicas del Estado, que es garantizar la seguridad de las personas y sus patrimonios en el territorio nacional. Esta actitud ha fomentado la impunidad, que se expresa en hechos vergonzosos como las prolongadas “tomas” de la UNAM, de Morelia, de Oaxaca, que se han recrudecido: los asaltos a la Universidad de la Ciudad de México, el vandalismo en el centro de la capital el 1 de diciembre, los cierres de la Autopista del Sol o la recién liberada Torre de Rectoría de la UNAM.

Algunos o todos estos actos podrían ser provocaciones en procura de una acción de fuerza del Estado que lo coloque como represor y, en una circunstancia tan delicada como la que vive el país, legitime una escalada de violencia de esos grupos, que podría estar vinculada a organizaciones guerrilleras como el EPR, el ERPI y otras, las cuales parecen haber hecho un paciente y discreto trabajo de reclutamiento y preparación en los últimos años. Si se considera la necesidad de reducir la violencia vinculada al crimen organizado, la situación que se plantea al gobierno es francamente difícil.

La autoridad no debe caer en las provocaciones, pero tampoco dejar desprotegida a la población ante los desmanes creados por estos grupos seudopolíticos. A juzgar por el retiro incruento de los maestros guerrerenses de la Autopista del Sol por la Policía Federal, el gobierno de Peña Nieto trataría de neutralizar a los grupos provocadores con la menor violencia posible y sólo cuando hay una fuerte presión social para que actúe la autoridad.

Una estrategia como esa, precavería al gobierno de incurrir en excesos de fuerza, lo que no es poco, pero no daría suficientes y prontas garantías a la sociedad, como ocurrió con los habitantes de Chilpancingo el día que los maestros decidieron apoderarse de esa ciudad.

¿Cómo re-legitimar el uso de la fuerza pública? ¿Cómo frenar las pulsiones autoritarias de una parte de la sociedad y del grupo en el poder?

La respuesta es política y debe partir del Gobierno Federal, que aun en la democracia, sigue siendo el ente que concentra el mayor poder legítimo dentro del Estado.