¡Nunca más!: Miguel Ángel Sánchez de Armas

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Miguel Ángel Sánchez de Armas

En el verso de Martin Niemöller, una voz que parece haber perdido la esperanza nos amonesta: Primero vinieron por los judíos / y no dije nada / porque yo no era judío. / Luego vinieron por los comunistas / y no dije nada / porque yo no era comunista. / Luego vinieron por los sindicalistas / y no dije nada / porque yo no era sindicalista. / Luego vinieron por mi / pero ya no quedaba nadie / para hablar por mí.

El silencio y la ceguera inducida o voluntaria casi siempre van de la mano de las atrocidades. Los bombardeos en Camboya; los campos de aniquilamiento del Khmer Rojo; las limpiezas étnicas en los Balcanes, en Burundi, en Etiopía y en Uganda; la política británica de tierra quemada en Sudáfrica; el Holocausto. En estos episodios, de entre una lista que llenaría cientos de páginas, el silencio y el ver hacia otro lado fue una constante. Las primeras noticias de los campos de concentración nazis fueron relegadas a pequeños espacios interiores por los editores judíos del New York Times para no dar la impresión de que eran manipulaciones propagandísticas. Hoy sabemos que los servicios de espionaje norteamericano y británico estaban al tanto de la aniquilación sistemática de judíos en los campos de concentración pero evitaron bombardear sus líneas de “abastecimiento” para no delatar que habían decodificado el ultrasecreto sistema de comunicaciones militares del tercer reich.

Este 27 de enero tuvo lugar la Conmemoración Internacional del Holocausto. No veo por qué se constriñe este recuerdo a una fecha. Todo el año debiera serlo. Debemos aprender del pasado. Hay que prohibir el olvido. En el Yad Vashem de Jerusalém, en el Museo del Aparheid en Johannesburgo, en los memoriales en Riga, Auschwitz, Mauthausen; en el testimonio del Gúlag soviético; en el recuerdo de los Laogai de la “revolución cultural” china, en los testimonios gráficos y documentales de la “guerra sucia” mexicana que poco a poco comienzan a filtrarse, está la memoria que es la única defensa contra las bestialidades en las que nuestra especie incurre cíclicamente y “justifica” con las más terribles doctrinas.

Al revisar los archivos, descubro que desde 1933, aquí y allá, en diarios locales norteamericanos de poca circulación, aparecieron sistemáticamente noticias de la represión contra los judíos que debieron haber sido como focos rojos. Compruebo una vez más que las hemerotecas son como tribunales de la historia.

El 2 de abril de 1933 el Charleston Gazette publicó: “En Alemania, día de boicot contra judíos”, dando cuenta de movilizaciones de camisas pardas que pintaron leyendas como “Peligro, tienda judía” y “Cuidado con el judío”, junto con calaveras y huesos cruzados, en comercios.

The Sheboygan Press del 27 de noviembre de 1935 llevó la nota: “Hitler asegura que Alemania es el dique contra el comunismo”, con declaraciones del canciller en el congreso de Nurenberg que votó las leyes raciales que prohibieron el matrimonio entre judíos y no judíos y despojaron de derechos civiles a los alemanes con sangre judía. “Esta legislación no es antijudía; es pro alemana”, dijo Adolf.

“Ordenan cesar la violencia contra los judíos en Alemania” fue el titular del Edwardsville Intelligencer del 10 de noviembre de 1938. En la nota se lee que el médico norteamericano Lawrence K. Etter y varios noruegos, suizos y daneses, fueron llevados a la comisaría por tratar de tomar fotos y filmar a la turba nazi que se dedicó a destruir comercios y sinagogas, además de arrestar a miles de judíos “para protegerlos”.

En el Circleville Herald del 21 de febrero del 41 apareció la información de que todos los judíos vieneses serían deportados a Lublin, Polonia, en doce corridas mensuales de trenes especiales. En Lublin se estableció el campo de concentración de Majdanek.

“Terror y muerte para judíos alemanes” fue el título del reportaje firmado por Pierre J. Huss en el Lowell Sun el 27 de enero del 42: “Una noche pasé por la sinagoga de la Fasanen Strasse (destruida por los nazis en noviembre del 38). Vi un conjunto de camiones y pensé que estarían instalando en las ruinas una batería antiaérea. En la oscuridad escuché gemidos y voces que daban órdenes. Regresé para averiguar. Por accidente me había topado con una de las primeras concentraciones de judíos en sus antiguas sinagogas para de ahí ser llevados a los guetos de Galicia. El sistema de Bormann para liquidar a los judíos era tan eficiente como inhumano. Noche a noche alrededor de las 11, escuadrones volantes de la Gestapo salían por la ciudad para sacar de sus hogares a familias judías”.

El 29 de noviembre del 43, The Gleaner dio cuenta de la masacre de siete mil judíos en Babi Yar, en las afueras de Kiev, en represalia por supuestos atentados contra las tropas nazis que avanzaban al Don y al Volga. “Los alemanes obligaron a prisioneros rusos a cubrir los cuerpos de los ejecutados. Muchos estaban vivos, de tal suerte que la tierra se movía en la fosa”.

Fue hasta un año después de la publicación aislada pero constante de estas noticias, que el Galveston Daily del 26 de noviembre anunció el reconocimiento oficial de las atrocidades: “Funcionarios estadunidenses describen asesinatos masivos de los nazis”. La nota es un testimonio de las condiciones en los campos de Auschwitz y Birkenau: “Es innegable que los alemanes han asesinado a millones de civiles sistemática y deliberadamente”.

El 30 de abril del 45 en el Herald Press apareció la noticia de que el ejército norteamericano había liberado a 32 mil “muertos vivientes” en Dachau y el Gleaner del 21 de noviembre siguiente publicó a ocho columnas: “Comienza el juicio de los principales criminales de guerra nazis”.

¿Cuántas vidas se habrían salvado si las noticias iniciales del Holocausto (y de otros genocidios) hubiesen desatado movilizaciones populares? Imposible saberlo. Lo que sí sabemos, es que en medio del entumecimiento siempre hay mujeres y hombres que con la palabra o con la acción se niegan a ser cómplices del silencio. Son muchos y de la mayoría no tenemos noticias. En este momento me vienen a la mente los nombre de Florencia Nightingale en los campos de Crimea; Alan Paton en Sudáfrica; Elie Wiesel con su incansable denuncia (“Ya sea en el nivel más bajo de la política o al más alto de espiritualidad, el silencio nunca ayuda a las víctimas. El silencio siempre ayuda al agresor” dijo este miércoles 27 en el Parlamento italiano); Martin Luther King, Carlos Felipe Ximenes Belo, y desde luego el de Gilberto Bosques, alguna vez llamado “el Schindler mexicano” por la similitud de su hazaña con la descrita en la novela de Thomas Keneally y la película de Steven Spielberg.

¿Cuántos mexicanos saben que en el barrio vienés de Donaustadt existe el “Paseo Gilberto Bosques”? La empresa humanitaria de este hombre ejemplar salvó la vida a casi 40 mil seres humanos que huían del terror fascista, entre ellos muchos judíos. En la lista de quienes así escaparon al holocausto hay nombres como María Zambrano, Carl Aylwin, Manuel Altolaguirre, Wolfgang Paalen, Max Aub, Marietta Blau, Egon Erwin Kisch, Ernst Roemer y Walter Gruen. Abraham Foxman, presidente de la Liga Antidifamación judía, piensa que en realidad Oskar Schindler debía ser llamado “el Gilberto Bosques” alemán, y que Spielberg debía filmar otra película.

Gilberto Bosques no tiene un monumento en México, pero su ejemplo habla de lo mejor de nuestro pueblo y de la gran tradición diplomática mexicana, la que reconoció al Japón en 1888, la que abrió las puertas al exilio español en 1939, la que salvó la vida a decenas de chilenos y argentinos cuando los militares tomaron el poder en sus países, la que nos dio a Genaro Estrada. Este Señor, con mayúscula, a quien pocos recuerdan hoy, cumplió su deber con digna serenidad. A la manera de Thoreau, se negó al camino fácil de cerrar los ojos a “lo inevitable” y eligió asumir la responsabilidad de una decisión que en más de una oportunidad lo enfrentó con el mismo gobierno de su país. Hay que decir que Bosques muchas veces antepuso cumplir con su conciencia al cumplimiento de las instrucciones que le remitían de Tlatelolco.

En 1988 la SRE publicó su testimonio. De las víctimas de la persecución fascista dice:

“México amplió su asistencia protectora a todos los refugiados antinazis y antifascistas refugiados en Francia. De modo que documentamos y les dimos facilidades de salida. Hubo que ayudarlos a escapar de Francia e ir a organizar el pie veterano de las guerras de liberación en Austria, en Italia, en Yugoslavia. Los documentábamos para que sirviera la visa como protección ante la policía francesa. Decían ‘yo voy a México’ y ya no se les molestaba, considerando que dejaban de ser un problema policiaco. Además, así se les facilitaba la salida, la acción de liberación de sus respectivos países. Se mandó, por ejemplo, gente muy importante a Italia, como Luigi Longo, del Partido Comunista, y otros más. […]

“En ese marco punzante del drama humano, la asistencia y la ayuda para los perseguidos israelitas tomó la dimensión de un deber de carácter humano. No había tomado México una actitud franca, abierta, categórica en el asunto. Pero el drama estaba ahí y había que ayudar a esa gente. Nuestra ayuda consistió en la ocultación de ciertas personas, en documentar a otras, darles facilidades, mejor dicho llevarlas hacia la posibilidad de una salida de Francia, salida que era muy difícil. Con la documentación mexicana salieron muchos. Algunos de ellos contaban con la admisión previa de parte del gobierno, a otros se les documentó para que simplemente se les protegiera y se les ayudó, al procurarles la vía de salida de Francia y salvarse.[…]”

27 de enero, Conmemoración Internacional del Holocausto y día de recuerdo de quienes no guardaron silencio.

Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.