Literatura e historia intelectual: Miguel Ángel Sánchez de Armas

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Homero narra que Odiseo era el apuesto, inteligente y valiente rey de Ítaca y lo tenía todo: vasallos que lo adoraban; un gran palacio; prestigio entre los pueblos helénicos (lo de “griegos” es invención moderna); abundantes riquezas y una mujer de película: ni más ni menos que la correteable (y quiero imaginar muy alcanzable) Penélope. Y si esto no bastara, también era el favorito de Atenea y la diosa se le aparecía de tarde en tarde para conversar. Un buen día Penélope parió a Telémaco y la felicidad de Odiseo fue completa.

 

 

Pero los dioses tenían otros planes para él. Poco después del nacimiento de su primogénito el honor lo llevó a la guerra contra Troya que duró diez años y tiñó de rojo las aguas del Egeo. Muchos héroes perdieron la vida en aquella contienda. Aquiles despachó al gran Héctor y a su vez fue ultimado. Al paso de los años el espíritu de la rendición se apoderó de los de Ítaca. Entonces Odiseo tuvo una idea genial: simular un retiro y dejar frente a las murallas de Troya un gran caballo de madera a manera de tributo al vencedor. En su interior se esconderían varios hombres que abrirían las puertas de la ciudad por la noche.

 

Así lo hicieron y los troyanos, creyéndose vencedores, llevaron el trofeo a la ciudad y organizaron fastos de victoria. Sólo uno entre ellos, el adivino Lacoonte, se dio cuenta del ardid y puso el grito en el cielo, pero el dios Poseidón, amigo de Ítaca, mandó a dos feroces serpientes marinas que en un santiamén dieron cuenta del nigromante… y ya nadie más protestó.

 

Lo que sigue todos lo saben. Por la noche Odiseo y sus hombres descendieron de la panza del caballo, pasaron a cuchillo a los soldados que dormían la mona, abrieron las puertas al ejército que había regresado al amparo de la oscuridad e incendiaron Troya. Dejo fuera por falta de espacio lo de Helena y el rapto y las aventuras de Ulises.

 

Pero Odiseo cometió un error: creyó que el mérito era sólo suyo, que sin ayuda había conquistado Troya y que en verdad era más grande que los dioses. Esto enfureció a Poseidón y decidió demostrar al apóstata que sin los dioses el hombre no es nada. Así que el rey de Ítaca y sus hombres se pasaron otros diez años en el viaje de regreso (no les ayudó que hubieran cegado al cíclope caníbal Polifemo, hijo de Poseidón) y les fue como en feria: una diosa los convirtió en animales; otra se enamoró de Odiseo y le ofreció vida eterna a cambio de, gulp, matrimonio eterno; los atacaron monstruos más terribles que los de la Guerra de las Galaxias e incluso se dieron una vuelta por el inframundo, en donde entre otras cosillas Odiseo se encontró el con el alma de su madrecita.

 

En fin, todos mueren menos Odiseo. Él regresa a casa y se encuentra con que unos cien pretendientes a la mano (y a todo lo demás) de Penélope y al trono y riquezas de Ítaca se han instalado en su palacio y tienen meses comiendo, bebiendo y divirtiéndose a expensas del tesoro real. Atenea se presenta nuevamente. Odiseo le reclama que lo hubiera sometido a tal, ejem, odisea. La diosa responde con la memorable sentencia: “los dioses sólo dan lo que los hombres desean”, y el monarca se queda sin palabras. Se reencuentra con Telémaco, el hijo que dejó recién nacido, y con ayuda de Atenea y de algunos sirvientes leales, pone una trampa a los rufianes que invadieron su casa y los mata a todos. El rey así recupera a su mujer, a su hijo y a su reino y es de suponer que vivió feliz el resto de sus días.

 

Más de uno de mis lectores pensará que con esta súper síntesis de una de las más bellas épicas de la antigüedad he llegado al límite de mi cacumen y agotado la poca sustancia que tengo de columnista “apolítico. En parte tendrán razón, pero la realidad  es que siguiendo el hilo de una entrega anterior, “Lo que el arte nos comunica”, utilizo un texto literario de casi tres mil años de antigüedad para insistir en la idea de que más allá de la inobjetable belleza que encontramos en el arte del pasado, estamos pasando por alto su función comunicativa. Sostengo que en este poema, como en casi toda obra literaria, encontramos lecciones sociales.

 

En primer lugar preguntémonos qué decían estas narraciones a los ciudadanos de aquel tiempo. Hoy la imagen de Poseidón con su trinche nos puede evocar una película del nefando Walt Disney (quien alegremente se dedicó a denunciar colegas durante el macartismo y puso sus estudios al servicio de la propaganda de guerra), pero en aquel tiempo la divinidad era cosa seria y los hombres se relacionaban con ella mediante una serie de rituales y en un contexto específico, tal cual se da en nuestro cristianismo en la relación con dios.

 

Cuando Poseidón dice a Odiseo que “sin los dioses los hombres no son nada”, podemos leer una advertencia contra las conductas egoístas, autosuficientes y mezquinas. Una interpretación moderna puede ser en el sentido de que la solidaridad, el amor por los conocimientos, el respeto a los demás, el sentido de la historia, la gratitud y otras virtudes, hacen mejores hombres, y lo contrario los lleva a la perdición.

 

Entonces como hoy, con las excepciones de rigor, era la clase política la convencida de que su puritito “mérito” la había colocado en la cumbre, en una categoría social y ciudadana por encima del resto de los mortales y que poseía  una luz interior y una chispa vital negada al resto de los mortales.

 

(Me resulta imposible no recordar aquí la sentencia del llorado Jesús Robles Toyos: “La política apendeja a los hombres inteligentes y enloquece a los pendejos”.)

 

Otro tema para la reflexión son las palabras de Atenea: los dioses sólo dan a los hombres lo que éstos desean. La cita no es textual pero sí el espíritu. ¿Qué les decía a los antiguos helénicos y qué nos puede decir hoy a nosotros? Una consideración, acoplada al anterior ejemplo, es que no hay nada que no esté a nuestro alcance, ni hazaña imposible ni meta prohibida ni camino intransitable si, primeramente, tenemos la capacidad de ver con claridad qué es lo que queremos y después la energía, la disciplina y la inteligencia para lograrlo. “A dios rogando y con el mazo dando”, dice mi venerada abuela. Tiene razón. Homero nos hace ver que todo comienza y termina en el hombre.

 

Con el anterior fárrago, como habrán adivinado mis avispados lectores, quiero decir que la historia intelectual debe ser rescatada como herramienta imprescindible de la historiografía. Y para arrojar luz en esta propuesta, he aquí la síntesis de una clase magistral impartida por mi maestro de Cornell, el Dr. Lloyd Kramer:

 

Se trata de la subdisciplina de la historia que estudia los sistemas de interpretación y significado. A diferencia de otras formas de la historia, toma como objeto de estudio las ideas y los símbolos que las sociedades utilizan para explicar su mundo, y enfatiza que la experiencia humana depende del uso de la lengua y de la conciencia humana.

 

Este uso de la lengua da sentido a vidas individuales y a realidades y experiencias sociales. Pero el uso de la lengua puede tomar muchas formas. Los seres humanos no usan una sola clase de lengua. La lengua puede aparecer en grandes obras de arte o grandes libros o tomar la forma de conversaciones, creencias o miedos cotidianos. Pero trátese de grandes libros o de la vida cotidiana, la gente aplica sus ideas sobre la realidad para estructurar esa misma realidad. En otras palabras, las teorías siempre son parte de la realidad. Y la historia intelectual enfatiza que lo que llamamos realidad es una suerte de construcción intelectual. La historia intelectual analiza cómo el significado de realidad cambia a través del tiempo, puesto que la realidad nunca significa lo mismo de una época histórica a otra. La lengua usada para describir a la realidad cambia a la realidad misma.

 

Lo que los historiadores intelectuales quieren comprender es cómo la gente ha interpretado los hechos que otros describen, cómo la gente se ha explicado los eventos y los problemas de su mundo.

 

Así que, por ejemplo, para los historiadores intelectuales el problema de la Revolución francesa no es cuándo y cómo murió el rey de Francia durante la revuelta. Los historiadores intelectuales quieren saber cómo el pueblo interpretó ese hecho y de qué manera el evento se fijó en la memoria de la cultura dentro de la cual tuvo lugar.

 

Los hechos que tienen lugar en lo que llamamos el “mundo real”, siempre, de alguna manera, están siendo formados o afectados por ideas. Es muy poco lo que los seres humanos pueden hacer en sus vidas sociales, económicas o políticas, sin un conjunto de ideas. Podemos decir que las realidades sociales siempre influencian el desarrollo de las ideas, y que las ideas siempre influencian el desarrollo de todas las realidades sociales. Ambos en realidad nunca pueden separarse.

 

La historia intelectual exige que tomemos muy en serio las ideas del pasado, que permitamos que esas ideas nos reten o critiquen nuestra propia interpretación de la realidad, puesto que lo que estamos haciendo en historia intelectual es entrar en un diálogo con las más creativas mentes del pasado. Y ya que la realidad humana nunca puede ser totalmente separada de nuestras ideas sobre ella, la historia intelectual es un componente esencial del mundo real. No es algo que esté allá afuera en el espacio y más allá de nuestra propia experiencia: está en el centro de la experiencia humana misma. Todas nuestras actuales interpretaciones de la realidad –esas interpretaciones con las cuales vivimos nuestras vidas al comienzo del siglo XXI-, están basadas en ideas y símbolos que derivan de la anterior historia intelectual. Así que la historia intelectual no es sólo una manera de comprender el pasado, sino que en cierto sentido es una manera de comprendernos a nosotros mismos.

 

 

Profesor – investigador en el Departamento de

 Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.