La alianza del desencanto y los reaccionarios, no deben ganarle terreno a la democracia en México: Adrián Ortiz

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Es preocupante, aunque no inexplicable, que, ante la defraudación de diversas expresiones políticas hacia los ciudadanos, el país esté regresando a los sectores conservadores tradicionales. Esos sectores no están necesariamente representados en las fuerzas de derecha en el país, sino más bien en quienes —desde instituciones como la iglesia, y hasta en algunos partidos que aparentemente son representados por fuerzas dizque progresistas, pero de un profundo talante reaccionario— intentan vender ideas a partir de posiciones inamovibles. Este es un juego peligroso que debemos comprender para entender hacia dónde vamos como país.

En efecto, enfilados a la sucesión presidencial de 2018, el escenario nacional es nada halagador: el partido que gobierna en el ámbito federal ha demostrado no tener voluntad profunda de cambio: al contrario, el Presidente Enrique Peña Nieto ha sido el primero en ser evidenciado como un político incapaz de sostener su intachabilidad personal y política. De él mismo —y de su gabinete, que por momentos hasta ha chapaleado en la ignominia—, se han revelado actos de corrupción, de conflictos de interés en los que pudo haber incurrido, e importantes deficiencias en su gestión como gobernante. Básicamente, pareciera que en México estamos enfilados a asumir la segunda alternancia de partidos en el poder presidencial, no como una posibilidad de evolución democrática, sino simplemente como un segundo fracaso —consecutivo— de los sucesivos regímenes de gobierno.

El problema es que ahí no termina la crisis. En el ámbito estatal, hay una lista enorme de gobernadores y servidores públicos que enfrentan denuncias por corrupción. Al menos media docena de gobernadores están encarcelados, y otros tantos se encuentran sujetos a investigación por sus posibles vínculos o con la delincuencia organizada, o con redes de lavado de dinero que intentaron llevar a manos privadas intereses, bienes y recursos sustraídos de las arcas estatales.

Lo que resulta aún más crítico, es que esos gobernadores que hoy son investigados, o que ya se encuentran en prisión o en procesos de extradición por haber sido detenidos en otros países, corresponden a dos generaciones que se supone que constituían la posibilidad de cambio en la forma de gobernar, respecto al régimen priista de antes del año 2000. Una de esas generaciones fue la de los gobernadores emanados de alianzas electorales; y la segunda, fueron los llamados “gobernadores jóvenes” que se supone que generacionalmente venían a relevar a quienes habían crecido en la tradición política que se quiso erradicar con la alternancia del inicio del presente siglo.

En los gobernadores aliancistas había una gran esperanza porque ellos representaron la primera gran posibilidad de cambio, y de superar a las tradicionales estructuras priistas. Se creía también —aunque en términos eminentemente “académicos”— que los gobernadores emanados de alianzas electorales, tendrían gobiernos más eficaces por la colaboración de varias fuerzas políticas en la conformación de planes y programas de trabajo conjuntos, y porque compartirían responsabilidades en los resultados de la gestión, frente a la ciudadanía.

Nada de eso ocurrió: todas las alianzas fueron eminentemente electorales, y tanto gobernantes como partidos prefirieron las parcelas y los intereses, que la necesidad de darle viabilidad a los gobiernos de coalición que hoy, aunque aparecen en la Constitución como figura política, están desacreditados sin haberse siquiera puesto en marcha.

Junto a ellos, los gobernadores jóvenes —Duarte, Borge, Padrés y otros que siguen en la impunidad— reflejaron el fracaso de la primera generación relativamente joven de políticos. Todos demostraron desbocamiento, excesos, descontrol e incapacidad de entender el rol al que estaban llamados. La expectativa en ellos es que demostraran mejores capacidades para gobernar. Pero, según los hechos, fue todo lo contrario a partir de que hicieron gobiernos más desastrosos incluso que sus antecesores, a quienes combatieron electoralmente a partir de la brecha generacional.

Si los gobiernos de coalición están claramente desacreditados; y si ocurre lo mismo con los políticos “jóvenes”, ¿entonces qué opción nos queda?

 

REACCIONARIOS

Para muchos, la opción es Andrés Manuel López Obrador por su apariencia de progresista, aunque en realidad asuma posiciones tan reaccionarias, en temas particularmente sensibles, del mismo modo que como lo hacen algunos de los sectores más conservadores y retrógradas de la sociedad mexicana.

Como concepto, se sabe que la reacción es lo opuesto a la revolución. Por eso, como a los partidos de derecha se les ha asociado históricamente con el conservadurismo, se les ha también identificado como fuerzas reaccionarias, por su proclividad a frenar cualquier posibilidad de cambio; a las fuerzas de izquierda —a las que también se les dice ‘jacobinos’, por haber sido éstos los que empujaron los cambios más profundos en la Revolución Francesa— se les ubica más con la revolución. A pesar de todo eso, lo cierto es que hoy es fácil comprender que la derecha puede no ser reaccionaria por definición; y que, en esa misma lógica, también puede haber izquierda reaccionaria, aunque enmascarada en progresismo. En México tenemos un claro ejemplo de ello.

Pues resulta que a pesar de ser un dirigente de izquierda y un autoproclamado líder progresista en México, resulta que López Obrador ha sido el único político en México que se ha pronunciado porque temas como el matrimonio igualitario, o el aborto, sean sometidos a una consulta ciudadana, como si los derechos fundamentales pudieran estar sometidos a la democracia. Esa, que es una posición política inadmisible, resulta ser la más cercana a la de la Iglesia Católica, que abiertamente se ha pronunciado en contra en esos temas.

¿Por qué el riesgo? Porque pareciera que cada que en México hay una crisis de credibilidad política, todos apuestan a regresar a esas instituciones que no cambian. La más icónica de todas, es justamente la Iglesia Católica que para muchos ha sido el principal bastión en contra de cualquier idea revolucionaria —de ahí el calificativo de reaccionaria— y porque es la única que nunca ha titubeado en sus ideas, ni las ha traicionado, a pesar de que éstas puedan ser las más nocivas para el país. Parece que ese es el rumbo que lleva México ante la crisis que la propia clase política sigue alimentando, como si estuvieran en medio de una carrera ferozmente autodestructiva.

 

AYUNO LOCAL DE IDEAS

¿Alguien ha visto al menos algún pincelado de reacción o progresismo a nuestra clase política local? Oficialistas y opositores reducen todo al prolífico y redituable chisme y grilla política. Pero ninguna idea. Ni una.

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