Espotización: Renward García Medrano

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Permítame iniciar este comentario con lo básico: en su expresión más simple, la democracia supone que los ciudadanos eligen a sus gobernantes y legisladores a través del voto, que cada voto representa la voluntad de quien lo emite y la suma de los votos representa la voluntad de la sociedad. Y como improbable que todos los ciudadanos tengan una voluntad unánime, se considera que la mayoría de voluntades individuales es la representación más cercana posible de la voluntad social.

Releo el párrafo anterior y advierto que  en sólo seis líneas se repite cinco veces la palabra voluntad o uno de sus derivados. No hago ningún cambio porque el concepto de voluntad es esencial para mi argumentación.  El Diccionario de la Real Academia Española le atribuye doce acepciones; la tercera y la cuarta se refieren explícitamente a uno de sus atributos esenciales: la libertad: “3. Libre albedrío o libre determinación y 4. Elección de algo sin precepto o impulso externo que a ello obligue”.

Voluntad y libertad son conceptos inseparables. Si el voto es un vehículo de la voluntad individual y ésta ha de ser libre, y cualquier factor que limite, distorsione o conculque la libertad, pervierte la voluntad, la adultera, la falsifica. Esto es lo que hacen los gobiernos autoritarios cuando por medio de la presión, el soborno o el engaño fuerzan a los ciudadanos a votar por el partido y candidatos que imponen los gobernantes. Organizan elecciones pero violentan la voluntad de los electores, lo que constituye una simulación mayúscula.

Esto fue lo que ocurrió en México, sobre todo en la primera mitad del siglo XX y más aún en elecciones locales y lugares apartados. Se compraban votos a cambio de pequeñas dádivas, se quemaban boletas inconvenientes, se rellenaban urnas y se cometían infinidad de tropelías para suplantar la voluntad popular. La democracia era raquítica o la dictadura perfecta, como dijera Mario Vargas Llosa, en una frase que, sospecho, influyó en la decisión de condecorarlo con el Águila Azteca, la máxima presea que otorga la República a un extranjero. El México que mejor correspondía a la frase de Vargas Llosa era el anterior a 1968, año en que se hizo evidente el reclamo democrático de los estudiantes e intelectuales, el cual desencadenaría una sucesión de reformas electorales que culminaron en 1996.

Muchos politólogos coinciden en que la transición democrática del país se inició precisamente cuando se dio autonomía plena a los órganos electorales y se adoptó un sistema comicial complejo y muy caro, pero tal vez el más seguro del mundo para asegurarse de que cada ciudadano tuviera una credencial con fotografía que lo identificara como tal; de que los ciudadanos votáramos con plena libertad, sin presiones ni engaños, y de que el cómputo de los votos fuese de tal manera transparente, que no hubiera lugar a la comisión de fraudes.

Dejo de lado la discusión sobre las elecciones de 2006 porque las impugnaciones no contradicen el principio de que la validez del voto está en razón de que exprese la voluntad libre de los ciudadanos.

La cuestión de fondo es que pese a los innegables avances de la democracia a consecuencia de la reforma electoral de 1996 y los ajustes que ha tenido desde entonces, aún no puede afirmarse que el voto ciudadano representa la voluntad libre de cada persona. Y no me refiero sólo a la inducción del voto que se hace a través de la manipulación de los programas sociales como Oportunidades, sino a que la libertad para elegir entraña, por supuesto, que no haya coacción, pero también requiere que el elector conozca todas las opciones y cuente con los elementos de juicio necesarios para formarse por sí mismo una opinión y emitir su voto en consecuencia.

El principal enemigo de la democracia contemporánea de México es la ausencia de una cultura política generada por la banalización de las elecciones, convertidas en espectáculos circenses desde que Vicente Fox mataba tepocatas y víboras prietas como medio para obtener más votos que Labastida y Cárdenas. Desde esa primera elección presidencial con el nuevo sistema electoral, la sociedad quedó desprotegida frente a la estulticia, ya que no se definieron normas ni se crearon programas suficientes y permanentes de cultura política, y el importante programa editorial que puso en marcha el IFE de José Woldenberg se desvaneció con el cambio del Consejo General. 

El viejo, mañoso y corrupto PRI ya no manipula el voto ciudadano porque ya no existe ni podría hacerlo con más cinismo que el impoluto y democrático PAN en el gobierno. Quienes forman la opinión política en el país son las televisoras y las cadenas de radiodifusión, y lo hacen principalmente a través de cientos de miles de espots pagados con recursos públicos. Los espots nos dan cuenta de los logros del gobierno, de la alta calidad de vida de que disfruta la gente que ya tiene empleo; también nos informan sobre las virtudes de los partidos y candidatos. Todo ello en veinte o treinta segundos, pero todo el día, todos los días. Los medios electrónicos nos “venden” imágenes y frases para conseguir votos, con las mismas técnicas con que nos venden detergentes, productos milagro o lo que sea. Los ciudadanos hemos dejado de serlo para convertirnos en clientes potenciales a los que es preciso persuadir no con ideas o propuestas que den lugar a la reflexión crítica, sino con imágenes que estimulan las emociones.

Esto es coartar la libertad y suplantar la voluntad ciudadana con la respuesta automática a los estímulos publicitarios. En nuestra democracia no importa quién es el candidato ni qué partido lo propone –por eso pueden aliarse el PAN y el PRD sin el menor recato– sino cuáles son los resortes emocionales que hay que mover, por ejemplo, la cruzada contra el caciquismo del PRI en una entidad, el Estado de México, en la que los alcaldes panistas se han distinguido por sus escandalosos e impunes latrocinios.

Los espots son los recursos publicitarios más adecuados para este propósito, aunque a ello contribuyen los locutores y hasta los payasos convertidos en analistas políticos que se entrevistan mutuamente. Carlos Loret de Mola, por ejemplo, hace una diaria entrevista a Brozo para que ilustre a su auditorio sobre temas tan variados como la eventual candidatura presidencial de un “ciudadano” postulado por el PAN o el papel de las redes sociales en los fenómenos políticos del norte de África.

Por eso tienen razón los intelectuales que proponen que se reduzca el número de espots en las campañas electorales y se multiplique la emisión de los debates. Sé que los debates políticos, sobre todo si son frecuentes,  tienen bajo “rating”, pero aun así, en algo contribuyen a informar a los auditorios sobre quiénes son y qué proponen los candidatos, y eso es mejor que nada.

El tema, sin embargo, no es la duración de los mensajes televisivos, sino la información sobre las opciones políticas para que cada ciudadano se forme su propia opinión y para que su voto sea la expresión libre de su voluntad. Y junto con la información, la formación, es decir, programas amplios, permanentes y eficaces que tiendan a formar una cultura política de la que carecemos y que, por cierto, en mucho contribuiría a contrarrestar fenómenos perversos como el desdén generalizado por las leyes.