¡El grito en el Zócalo!: Renward García Medrano

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¿Por qué han proliferado los grupos violentos que se han apoderado de la Ciudad de México y de muchos otros puntos de la república?

El origen está en el agotamiento del modelo económico, social y político de la segunda mitad del siglo XX y en la tradición deplorable de poco aprecio de todos los estratos sociales a la ley.

Los movimientos juvenil y de liberación sexual que se esparcieron por el mundo en 1968, encontraron en México una juventud demandante –y hasta intransigente–, prácticas autoritarias del Estado y un enfrentamiento soterrado entre grupos políticos por la sucesión presidencial de 1970. Este amasijo de factores polarizó y endureció al gobierno y a los estudiantes y derivó en la represión del 2 de octubre, que deterioró las relaciones entre la gente y  el gobierno y su partido. Ese desencuentro derivó en las guerrilleras urbanas y rurales de los años 1970 y creó condiciones

En ese ambiente proliferaron las organizaciones no gubernamentales, que darían lugar a una sociedad civil creciente y demandante. La expropiación bancaria de 1982 propició la inyección de dinero y empresarios al Partido Acción Nacional. En el trasfondo iba creciendo el desprestigio y repudio colectivos al Estado y a la política, que a diario es alimentado en todos los noticiarios de la televisión y radio privadas.

Las clases medias ilustradas formaron organizaciones y líderes ciudadanos y los medios empezaron a ejercer su libertad de expresión (la censura se volvió empresarial) y dieron espacios a intelectuales críticos del sistema del siglo XX. La izquierda, reprimida en los años setenta, organizó a grupos sociales y laborales resentidos con el gobierno.

¿Por qué surgieron las organizaciones violentas?

A raíz de los hechos anteriores, los gobiernos permitieron prácticamente todos los plantones y manifestaciones, y comenzaron a resolverlos por medio de la negociación y el soborno a los líderes. Tal fue el caso de los basureros de Tabasco traídos por Andrés Manuel López Obrador, al Zócalo capitalino, donde se asentaron hasta que la administración de Manuel Camacho Solís negoció con el dirigente y, he sabido por ex funcionarios de la misma, le entregó fuertes cantidades de dinero que cubrieron, quizá con creces, los gastos del desplazamiento y manutención de los barrenderos. Era un valor entendido: el gobierno pagaba, los grupos ocupaban calles, avenidas y plazas, en particular el Zócalo, y antes de una ceremonia importante, se retiraban. Los intelectuales de izquierda argumentaban que valía más la libertad de expresión que la libertad de tránsito.

El trauma de la represión de 1968-1971 y la aquiescencia de las autoridades propiciaron que grupos violentos plantearan sucesivas demandas sólo atendibles con la ruptura de las normas de los centros escolares, tales como el ingreso de los aspirantes que no pasaban los exámenes de selección o la lucha contra a una cuota simbólica en la UNAM, cuya paralización por cerca de un año, fue uno de los saldos más costosos y sirvió de precedente para chantajear a las autoridades universitarias y del Estado hasta nuestros días.

Un fenómeno semejante fue la degeneración de  organizaciones de izquierda en grupos de choque, como el llamado Frente Popular Francisco Villa, las organizaciones de inquilinos dirigidas por sujetos como Bejarano y Padierna a raíz de los sismos de 1985 y los actuales “anarquistas” que no son distinguibles de la CNTE ni del Sindicato de Electricistas y, al parecer están vinculadas con organizaciones similares de Oaxaca, Michoacán y otras entidades federativas, así como con grupos armados como las llamadas policías comunitarias. Todos ellos encuentran en la presión masiva un negocio rentable y una fuente inagotable de poder.

Desde tiempos de la Colonia, las instituciones sido penetradas por la corrupción y la impunidad, contra las que de tarde en tarde se lucha; pero las organizaciones posesionadas de la ciudad de México también son corruptas y evidentemente impunes. La ocupación y dislocación de la vida diaria de los habitantes del área metropolitana más poblada del país no parece importar al gobierno capitalino. Tampoco parece  preocuparle el incumplimiento del deber constitucional de proteger y garantizar el funcionamiento de las instituciones federales que tienen su sede en la ciudad. Mancera no puede negociar la liberación de la capital porque los ocupantes son parte de las fuerzas políticas que lo llevaron al poder y que podrían convertirlo en candidato presidencial en 2018. Se dice dispuesto a pagar el costo político de su inacción, pero ante alguien tendrá que responder por la desprotección a las dos cámaras del Congreso de la Unión y por los daños y pérdidas sufridas por ciudadanos y comerciantes de la capital.

El gobierno federal tampoco puede negociar porque las exigencias de los ocupantes son firmes e inaceptables, como la reversión de las reformas constitucionales y legales en materia educativa. Retirarlos con la fuerza pública federal podría dar pretexto a los grupos más radicales de la izquierda, por ejemplo Morena de López Obrador, para forzar la salida del PRD del Pacto por México y le restaría credibilidad a la política incluyente y negociadora que ha implantado el actual gobierno desde el primer día de su gestión. Si el pacto se rompiera antes de que se aprueben las reformas propuestas, el PAN de Calderón-Cordero “vendería” muy caro su apoyo.

El problema es que la ciudadanía tiene derecho a celebrar “el grito” en el Zócalo y supongo que el Ejército Mexicano no está dispuesto a cancelar el desfile del día 16. No puedo prever lo que ocurrirá en las próximas horas, todas las opciones posibles son difíciles y delicadas.