El clasismo mexicano normaliza a los ‘prietos’ y los ‘fifís’, pero inhibe el auténtico intercambio de ideas: Adrián Ortiz

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El pasado lunes, el precandidato único de Morena a la Presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador, llamó ‘pirrurris’ y ‘fifís’ a dos intelectuales mexicanos que previamente le habían criticado su renovada proclividad a las alianzas y los perdones con políticos encumbrados en escándalos de corrupción. En este ayuno de ideas, no existen debates ni argumentaciones, sino sólo adjetivos en contra del adversario. Y en este tenor, lo mismo hizo este fin de semana el dirigente nacional del PRI, Enrique Ochoa, que descalificó a los ‘prietos’ de Morena ‘porque ya no aprietan’. ¿A ese nivel de bajeza llega nuestro intercambio público?

En efecto, a López Obrador lo rebasó la crítica y el rechazo social a sus expresiones en contra de quienes ejercen, igual que él, su libertad constitucional para decir y escribir lo que piensan. Obrador se defendió diciendo que él había también ejercido su derecho a criticar a los dos intelectuales que le habían cuestionado su decisión de ‘perdonar’ a sus ex adversarios y sumarlos a su campaña (a pesar de que varios de ellos están involucrados en escándalos de corrupción), sin considerar que, si bien como ciudadano sí puede y debe tener su criterio con respecto a las demás personas, pero que su posición de aspirante presidencial lo hace distinto a la de los intelectuales, que entre sus tareas ejercen el oficio periodístico.

Como potencial gobernante —máxime, como Presidente de la República—, López Obrador sí podría quebrantar los derechos de esas dos, y todas las demás personas que pudieran tener una opinión en contra, ya que sus facultades en el ejercicio de sus responsabilidades públicas, y su poder material como Titular del Poder Ejecutivo Federal, sí podrían ser suficientes para frenar o menoscabar el ejercicio libre de un derecho constitucional, como lo es el de la libertad de expresión, y las libertades y garantías relacionadas con el ejercicio periodístico.

Quizá por ello, pocos repararon en que los ataques lanzados por López Obrador en contra de Jesús Silva-Herzog Márquez y el historiador Enrique Krauze, envolvían ese profundo desprecio y clasismo que tanto daño nos hace como mexicanos. A ambos los llamó “pirrurris’ y ‘fifís’, como tratando de establecer que desde la clase alta, la de los ‘pirrurris’ y los ‘fifís’, se le estaba intentando frenar en sus aspiraciones y en su ruta hacia la Presidencia de la República. Inmediatamente después fue más allá, asociando esos calificativos con el hecho de que ellos eran, además, ‘agentes de la mafia en el poder’.

Algo similar, aunque en su propio contexto, ocurrió este fin de semana con el líder nacional del PRI, Enrique Ochoa Reza. Tratando de ubicar la clásica posición entre buenos y malos  —como es muy común en la política nacional, aunque ello sea un sofisma eficaz pero riesgoso—, Ochoa dijo que los ‘prietos’ de Morena ‘ya no aprietan’.

Evidentemente, no se refería a los tránsfugas priistas, sino que la esencia de su comentario iba a la descalificación común entre los mexicanos, al de color de piel más oscura. Dijo ‘prietos’ por la alusión al partido de López Obrador, aunque ese descalificativo también pudo haber sido hacia los ‘indios’, hacia los ‘yopes’, o hacia los de ‘tez humilde’, como dice la gente coloquialmente refiriéndose a que los de piel oscura son más pobres, más segregados, más marginados y menos aceptados que los de tez blanca, que evidentemente es entendido, socialmente hablando, como lo contrario a quienes son por definición la clase baja por ser de piel oscura.

Así, casi de inmediato Ochoa se disculpó aunque no logró desvirtuar el hecho de que su afirmación había sido profundamente clasista, en un país que se caracteriza justamente por su enorme proclividad a la discriminación por razón de clase, aunque ello pareciera ser una forma de racismo que, paradójicamente, tiene como origen el mestizaje y nuestro reiterado afán de repudiar nuestra realidad común —para los ‘güeros’ de otros países, todos en México somos morenos, aunque con distintas tonalidades de piel—, y las circunstancias históricas sobre el origen de nuestra sociedad, que evidentemente no podemos cambiar.

 

CLASISMO

En primer término, vale la pena revisar qué entendemos por racismo y qué por clasismo. En el primero de los conceptos, podemos entender que racismo es la defensa del sentido racial de un grupo étnico, especialmente cuando convive con otro u otros, así como también se designa la doctrina antropológica o la ideología política basada en este sentimiento. Clasismo, por su parte, podemos entenderla como la actitud de quienes defienden la discriminación por motivos de pertenencia a otra clase social

Ahora bien, en México el clasismo es para nosotros cosa de todos los días, tanto que en muchos casos damos por sentado que la gran mayoría de las inconformidades y desencuentros que se dan en nuestra sociedad tienen como punto de partida las desigualdades sociales. Vamos, en el caso de la protesta de una comunidad en Puebla en 2014, en la que murió un menor supuestamente por una bala de goma lanzada por elementos policiacos, uno de los temas que se encuentran en el fondo es la noción de que esas, y muchas otras personas, luchan y se inconforman por pobres, y esa es la misma razón por la que las autoridades las desprecian y en lugar de atender sus problemas, deciden mandarles a la policía para que disuelva las manifestaciones.

Así, ese que es un ejemplo grave se manifiesta en otros, que son menos elevados. Nosotros los mexicanos a diario hacemos chistes, mofas, burlas y escarnio de todas aquellas personas que no pertenecen a nuestro círculo social, ya sea porque son de estratos superiores o inferiores. ¿A poco no para nosotros es cosa de todos los días burlarnos de quien tiene más, o de quien tiene menos, y por ese solo hecho nos sentimos con derecho de afirmarlo incluso públicamente? Ese clasismo es tan nocivo, al final, como el racismo que sigue prevaleciendo en otros países.

Al final, lo que queda claro es que, además de ser prácticas inaceptables entre los políticos, y entre todas las personas, esto nos revela cuán degradado está el intercambio público. Al no haber capacidad de argumentar de manera sustantiva, se recurre a las falacias ad hóminem que no tienen otra finalidad que descalificar al adversario como persona. Este es un artificio más que nos distrae del fondo de una contienda tan importante como en la que se definirá la Presidencia de la República.

 

DESCALIFICACIONES MORENAS

Lo curioso es cuando los militantes disfrazados del llamado ‘pueblo bueno’ también ejercen esas prácticas: ¿cuántos apodos, comparaciones, burlas y descalificaciones se ha llevado José Antonio Meade por el vitíligo que padece? ¿A poco por ser priista no tiene derecho a no ser discriminado? Eso es tan grave, y tan cotidiano y vilmente aceptado, como los que le dicen ‘fifís’ a sus adversarios, o los que intentan descalificarlos diciéndoles ‘prietos que no aprietan’. Prácticas miserables.

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