Dos, tres, muchos Ponchis: Renward García Medrano

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“El Ponchis” es un fenómeno social y humano que debería avergonzar y preocupar a la sociedad y, en especial, a la clase dirigente del país. Su carencia total de escrúpulos revela la descomposición de la institución familiar entre los marginados (¿20 millones, 10,5?) y la pérdida de capacidad de la escuela pública como agente del cambio social que fue durante varios decenios a partir de los años 1930.

Ese delincuente infantil el espejo en el que puede ver su propio rostro un país en el que nada está bien: ni la seguridad básica de las personas y sus patrimonios, ni la procuración de justicia, ni su administración, ni la economía como generadora de valor y empleos, ni las pautas básicas de convivencia social.

De acuerdo con la legislación penal de Morelos, el máximo castigo que se puede aplicar a “El Ponchis” es de tres años de prisión. Cuando sea puesto en libertad, tendrá diecisiete años de edad, habrá recibido capacitación en el reclusorio y habrá acumulado mayor rencor contra todos y contra todo. Será –es ya– una amenaza para la sociedad que lo empujó a la degradación humana de que hoy es víctima.

No existen vías legales ni prácticas para impedir que este joven salga a “trabajar” para el mismo grupo criminal que lo indujo a delinquir o para cualquier otro, pues empleo es lo que sobra en el crimen organizado para los adolescentes sin escuela ni ocupación ni porvenir. Adolescentes que no respetan la ley ni las pautas básicas de relación social porque no tienen la vivencia de su significado debido a que nacieron y crecieron en el peor de los mundos posibles.

“El Ponchis” es una muestra de nuestra decadencia. Millones de niños y jóvenes son víctimas de la demolición humana que él ha sufrido. Por todos los cruceros más o menos concurridos de las ciudades pululan enjambres de muchachos armados de una botella con agua jabonosa y una jerga, que se ganan unos pesos limpiando vidrios de los autos, y casi todas las calles de la Ciudad de México están ocupadas por franeleros. No hay lugar para ellos en la sociedad; ¿cómo podemos esperar que no nos ataquen?

Algunos disfrazan con tales actividades otras ilegales y más redituables, como la venta de drogas al menudeo o la vigilancia de futuras víctimas de extorsión, secuestro u otros delitos. Otros se dedican a estas tareas relativamente inocuas porque aún no se han decidido a ingresar al crimen organizado, y unos más se están preparando para hacerlo.

Estos fenómenos son parte del costo social que debemos pagar por tener una economía semiparalizada, que empezó a declinar a raíz de las severas crisis de fin de gobierno en los años 1970 y 1980, que pareció repuntar en el último decenio del siglo pasado y que se ha estancado en lo que va del presente siglo, con un crecimiento medio anual de 1.2 por ciento, cuando la población aumenta en 0.94 por ciento en promedio cada año.

A ello se suma la creciente disparidad en la distribución del ingreso que, como analiza Carlos Tello en su más reciente libro Sobre la desigualdad en México, ha sido el factor constante a lo largo de nuestra historia y “en ella –en la desigualdad– se basó, en buena medida, el desarrollo económico y social de México”. Las sociedades prehispánicas fueron desiguales; lo fue más la Colonia; ni la independencia ni  la Reforma modificaron los patrones de distribución del ingreso. La revolución logró romper durante varias generaciones la maldición de la desigualdad y convirtió a los hijos de los campesinos, obreros y desempleados en profesionistas, gracias a la escuela pública, los desayunos escolares, los libros de texto gratuitos y el trabajo admirable de los maestros de primaria.

Pero todo eso se acabó y no tiene para cuando remediarse. De acuerdo con las cifras oficiales, el decil más pobre de la población –en el que están los “Ponchis” de todo el país– recibe apenas el 1.4 por ciento del ingreso, mientras que el decil más rico, en el que están personas y familias que son admiradas y respetadas por su fortuna, recibe el 41 por ciento del ingreso. Esto ocurre cada año: la pobreza y la riqueza extremas se van acumulando hasta llegar al desquiciamiento en que hemos caído.

Para los marginados no existe el mercado, las elecciones, los periódicos. Perdidas todas las esperanzas, si alguna vez las tuvieron, les quedan muy pocas opciones de vida: la autodestrucción por la vía del alcoholismo y la drogadicción, la emigración laboral o la incorporación al crimen organizado: existen familias enteras dedicadas al secuestro, el narcotráfico, el asalto, la trata de personas y otras actividades delictivas.

Yo me pregunto cómo podemos esperar que no se reproduzcan los  “Ponchis” en todo el territorio nacional, a la vuelta de nuestras casas, de nuestros empleos, de las escuelas de los niños, si la economía no crece y las desigualdades se agravan. Cómo podemos rescatar las ciudades que, para todo fin práctico, están en poder del crimen organizado, cuando los niños nacen en hogares desintegrados, crecen en la calle y desde muy temprana edad aprenden a escapar de la realidad a través de las drogas.

Para mí está claro que estos no son problemas que se plantee el panismo; a ellos lo que les interesa es no entregar el poder al PRI y van a hacer todo lo que esté en sus manos, ya sea para seguir en el gobierno o para trasladarlo a un “ciudadano” –como si los políticos no fueran ciudadanos– apoyado por ellos y por la parte del PRD controlada por “los Chuchos”, pero no para hacer bien lo que Fox y Calderón han hecho mal, sino para cerrarle el paso al priismo.

Y si el PAN no puede ofrecer sino más de lo mismo, nadie sabe lo que propone el PRD, en el que lo único importante parece ser el control del aparato del partido y, obviamente, del presupuesto. El PRI, que hasta ahora es el más viable triunfador para 2012, no ha dado indicios de cómo propondría rescatar al país de la ruina en que se encuentra, tal vez porque está en espera de que su candidato presidencial marque el rumbo, como siempre, y contra lo que alguna vez pensó Reyes Heroles: primero el candidato y luego todo lo demás.

Mientras tanto los “Ponchis” continúan incubándose y convirtiéndose en máquinas de matar, como Jacobo Tagle, el asesino de Hugo Alberto Wallace, y como los miles de sujetos de esa calaña que descuartizan los cadáveres que aquí y allí aparecen con tanta frecuencia que nos hemos acostumbrado a ello. No sé cuándo el poder público se resolverá a impulsar la economía, generar empleos permanentes y formales, aplicar una política social que convierta a los pobres en clase media en vez de perpetuar la miseria, garantizar niveles aceptables de calidad en todos los niveles educativos. Espero que cuando lo haga, si lo hace, todavía el país, nosotros, estemos en condiciones de recuperar cierta normalidad.