Dos genocidios: dos respuestas: Rubén Mújica Vélez

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Tradicionalmente, se exige a las personas y las sociedades un comportamiento “civilizado”. Se entiende como tal el asumido ante una crisis. Una sociedad desarrollada, “civilizada, impera en el ideario social un esquema calcado, impuesto por las sociedades dominantes del mundo y que fraguaron la historia a su modo y manera. Fueron los anglosajones y europeos los que “hicieron la historia de los triunfadores”.Nuestros pueblos las copiaron, al grado que todavía en el Siglo XXI continuamos encandilados por lo que sucede con la “aristocracia” inglesa, con olor a cadaverina y que deviene en gasto suntuario de una sociedad “desarrollada”.

Esos afanes “civilizatorios” prevalecen en todos los ámbitos nuestros. Pero la realidad los contradice de la manera más chabacana. Actualmente dos genocidios revelan palpablemente la respuesta auténticamente civilizada y la troglodítica, obcecada. Oslo y Monterrey.

El genocidio de Oslo fue brutal. La sangre fría mostrada por un sicópata que colocó explosivos y después de la masacre se fue a una isla a matar a un grupo de ciudadanos, no tiene parangón en la historia de ese país. Es un  trauma social irrepetible por su vesania. ¿Cuál fue la respuesta del pueblo y del gobierno noruego? El pueblo colmó de flores los lugares en que se cometió el bárbaro genocidio. Lloró la inexplicable matanza. Sufrió colectivamente los efectos desquiciantes de un crimen proditorio. El gobierno aportó una respuesta contundente: más democracia, más tolerancia, más hospitalidad, más  solidaridad. Una prueba definitiva de humanidad “globalizada”. Entre el dolor y la indignación social, no prevaleció la petición machacona consabida: establecer la pena de muerte. El sicópata será sujeto a tratamiento propio de enfermo con agresividad inconcebible.  

El genocidio cometido en Monterrey fue igualmente brutal. Pero la respuesta de la mayor parte de la sociedad, con máxima preocupación la de los jóvenes que fueron objeto de una encuesta, es regresar a la Edad Media: la pena de muerte. Además justificar la tortura como medio para lograr confesiones.

La pena de muerte en un libro de impecable calidad ha sido analizada en su esterilidad. Albert Camus, el genial autor de La Peste y premio Nobel, con Arthur Koestler, pusieron en blanco y negro la enorme futilidad de aplicarla. El error de creer que “muerto el perro se  acabó la rabia”. En cuanto a los jóvenes que aprueban la tortura como medio de “investigación policíaca” no reparan que la tortura, extrañamente, casi nunca se aplica a un heredero de cuantiosas fortunas, se aplica los jóvenes de origen paupérrimo, habitantes de barriadas miserables, siempre sospechosos a los ojos de los policías como autores de los peores crímenes. ¡Ay de aquél que cae en las garras de policías urgidos de encontrar culpables a como dé  lugar!

Peor. La respuesta de Felipe Calderón. “Montado en su macho”, con tozudez digna de mula, solo sabe elevar el grado de violencia contra la violencia. ¿Por qué no hace caso de realizar una exhaustiva investigación de sus colaboradores, empresarios y banqueros? Todos inodados en el mundo rentable de las drogas e identificar y expropiar los miles de millones de dólares que circulan por vías bancarias y “tintorerías” de altos vuelos como casas de cambio, financieras populares, negocios lujosos creados súbitamente en épocas de recesión y averiguar la riqueza ¡explicable!, de funcionarios y políticos? ¿Por qué se regodea con los elogios yanquis de su “valentía al sostener la guerra contra el narcotráfico”, mientras crecen exponencialmente los muertos acá de este lado y del otro lado se multiplican las ganancias derivadas de ese tráfico innoble? ¿Cómo es posible que se luche por detener el flujo de drogas que allá se adquieren con facilidad inaudita?

El contraste sobre las respuestas en ambas sociedades a un gravísimo suceso: las masacres. Esas respuestas revelan con rigor dos comportamientos sociales y sobretodo gubernamentales: civilizado, democrático el noruego. Troglodítico, salvaje, propio de “Trucutú” el de Felipe Calderón. Inexplicable a menos que otros negocios lo expliquen.