Después del desalojo: Renward García Medrano

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Se ha reconocido que fue acertado el operativo policiaco para retirar a los seguidores de la CNTE y a los autodenominados anarquistas del Zócalo y permitir que la gente hiciera la  fiesta popular más importante en el lugar más emblemático del país. Pero también fue efectiva la operación política, desde el anuncio de que el Ejército desfilaría por la misma ruta que lo hace cada año hasta el último intento de dialogar con los ocupantes. Ahora hay que devolver la ciudad a sus habitantes y evitar que ese o cualquier otro grupo disloque la Ciudad de México.

Lo ocurrido en las últimas semanas es el punto más visible de un vicio en las relaciones del Estado con los inconformes. Es falso que en aras de la libertad de manifestación y crítica el Estado deba declinar su obligación de garantizar la seguridad de todas las personas y sus patrimonios. Es falsa la disyuntiva entre libertad de expresión y la libertad de las personas a transitar sin riesgo por las ciudades y los caminos del país.

Un Estado democrático escucha y dialoga, pero no renuncia al uso de la fuerza pública cuando éste es indispensable, y menos aún en una ciudad como la de México, donde la ley ordena que los policías se limiten a protegerse y, sólo en el extremo, utilicen gas lacrimógeno.

Si el Estado no garantiza la seguridad de tránsito ni el funcionamiento normal de las escuelas está violando uno o varios derechos humanos de los ciudadanos y sus hijos, y esto es algo que han ignorado desde las comisiones nacional y estatales, hasta las autoridades de todos los niveles y los poderes de gobierno y la ciudadanía. Por eso el papel de los ciudadanos es inconformarnos ante esas negligentes comisiones.

Los maestros, médicos y otros servidores públicos, son eso, servidores públicos, y sus demandas sindicales, por justas que sean, no pueden interferir con la prestación de servicios fundamentales como cuando cierran escuelas u hospitales, pues entonces, se convierten en violadores de los derechos de otros, aunque decirlo sea políticamente incorrecto.

La seguridad de la Ciudad de México es responsabilidad primaria del gobierno local, al margen de los motivos que la pongan en riesgo, como sería el torcido argumento de que el problema de la CNTE es federal y la dislocación de la ciudad no es competencia de las autoridades que encabeza Mancera.

Él no supo, no pudo o no quiso negociar y renunció a gobernar. El gobierno de la república lo hizo: escuchó, dialogó, trató de persuadir y, cuando no quedó otro camino, dispuso que la fuerza pública retirara del Zócalo a los ocupantes y no hubo un solo muerto.

Mancera incumplió el deber elemental del gobierno local donde se asientan los poderes federales, de protegerlos y permitir su normal funcionamiento. Con su lógica, si mañana un grupo se posesiona de la embajada de Estados Unidos, Mancera diría que el problema es estadunidense y esperaría a que los marines vinieran a liberar su sede en la capital de México. ¡Qué estupidez!

La Asamblea Legislativa del Distrito Federal también tiene lo suyo. Cuando reformó el Código Penal para que fueran liberados los anarquistas que vandalizaron el Centro Histórico de la ciudad el 1 de diciembre pasado, le asestó un golpe gravísimo a la gobernabilidad de la capital. Yo no sé dónde están los partidos políticos y el Senado de la República que no han exigido a la ADLF para que repare inmediatamente esa falta.

Estas semanas hemos visto frente a frente el rostro de problemas aún más hondos. La descomposición social y moral que propicia la proliferación de grupos violentísimos, como los anarquistas y otros en muchas partes del país, y la tremenda desigualdad que crea el clima para los atentados contra los “ricos” que usan automóvil o visten con saco y corbata.

Lo primero es un asunto político, de inteligencia y de seguridad, pero también cultural, que se extiende a las llamadas “policías comunitarias” y los paramilitares al servicio del crimen organizado. Ésta es la causa de que miles o decenas de miles de mexicanos hayan tenido que abandonar sus hogares y millones vivan amedrentados.

Lo segundo es un asunto de política económica y social –la palabra política es sustantiva– que, en mi opinión, se ha empezado a encarar con las reformas propuestas por el gobierno y los firmantes del Pacto por México, que no son dogmas de fe, sino temas para la discusión democrática, y por eso no pueden desdeñarse a priori. La política económica es para aplicarse de inmediato y a mediano y largo plazos; sus instrumentos son, desde hacer que la reforma hacendaria grave más a los que pueden pagar –el 10% de la población que gana más de $500 mil al año– hasta capacitar profesional y éticamente a los maestros, que son los que aplicarán el nuevo modelo educativo, que está pendiente.