Del Zócalo a los Pinos: Raúl Castellanos

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ciudad-de-oaxaca-3“OAXACA…TE LLEVO DENTRO DE MÍ”; dice el trovador “muy lejos estoy de ti, rincón de ensueños y flores, la tierra donde nací y en donde están mis amores”, lo suscribo a plenitud; Oaxaca cumple 484 años y no sé si se ya alcanzó la mayoría de edad, de lo único que estoy seguro, es que me ha dado identidad, calor, ha sido mi musa, mi inspiración, ha compartido conmigo la intensidad de mis amores, de mis utopías, de mis batallas políticas, de mis triunfos y fracasos, me ha cobijado en mis tristezas, en su regazo he llorado las ausencias y la partida de mis seres más queridos, mis padres, mis amigos, grandes amigos y se, más que se, que me albergará con ternura, cuando llegue el momento del tránsito a la eternidad; para quienes nacimos en Oaxaca, seguramente cada quien tiene su propia percepción, la de los jóvenes hoy, es muy diferente a la que tuvimos nosotros y la nuestra difiere de las de nuestros padres, abuelos, ancestros; paradójicamente es posible, en estos tiempos de alta tecnología, de redes sociales y demás instrumentos de comunicación, que algunas visiones se distorsionen o que el exceso de información le reste algo del sentido de pertenencia que nos une con nuestra patria chica; mi recuerdo más lejano se remonta a transcurriendo la segunda parte del siglo pasado, transitando por la calle de Hidalgo cuando aún era de terracería y la recorría por las noches el sereno a caballo, de ese tiempo evoco las noches de muertos, cuando con mi hermano Eduardo y mis primos nos sentábamos alrededor de la cama de mi abuela a escuchar historias de las almas en pena que llegando las doce parecían aparecer bajo la tenue luz del quinqué; vecinos del barrio de la Merced, todas la mañanas hacia las ocho acudíamos a alcanzar a nuestra madre que volvía del mercado con las gelatinas de la comadre Lupita, las frutas de Chahua, el queso fresco de Martita y la carne adquirida en la carnicería de Don Luis; obligado era bañar y vestir con un moño rojo al gato viejo de nuestra abuela, para llevarlo a bendecir el “Día de San Ramón”, bendición que impartía a los respetable animales congregados en el atrio, luciendo sus mejores galas, el padre Santa Cruz, a quien ya acompañaba un joven sacerdote recién ordenado en su natal Ejutla de Crespo, José Miguel Pérez García, para mí, que soy un tanto incrédulo, lo más cercano a un Santo, de carne y hueso, mi tolerante confesor, quien pocos años después fundaría la “Ciudad de los Niños” –historia que otro día les cuento- y convocaría a los chavos del barrio a incorporarse a los “Niños Tarsicios”, en honor a San Tarsicio, patrono de los acólitos, joven que murió martirizado en la Vía Apia durante el gobierno del emperador Valeriano, ahí nació mi gusto por acolitar el rosario y cantar el “tantun nervum sacramentus”; así llegamos a la primaria, la cual cursamos en el Colegio Particular “Minerva”, exclusivo para hombres, fundado y dirigido por el Profesor Guillermo Mondragón Gómez, de rígida disciplina, lo acompañaba en la administración su hermana la maestra Maty, quien además de varios hijos, tenía tres hijas –años después llegaría Carmelita- Ángeles, Pilar y María Luisa, que recuerdo cada vez que ocasionalmente cruzaban el patio, despertaban suspiros, los primeros, en los incrédulos chamacos que éramos todos nosotros; fue en este tiempo, al llegar a sexto año, cuando tomé por primera vez contacto con la necia realidad y las veleidades de la vida, un viernes 29 de abril nos festejaron el Día del Niño, Eduardo –Ramírez Hernández- se sacó en la rifa el bate, Enrique Arango Castillo la manopla y yo la pelota, coincidencias, éramos los tres amigos entrañables, nos congratulamos de nuestra suerte y riendo, acordamos ir a estrenarlos al día siguiente al “Venustiano” –Carranza- el campo de juego; por la tarde, Enrique, llegó en su bicicleta a nuestras casas y nos comentó que su familia había decidido ir de fin de semana a Salina Cruz, entre bromas, nos confió su manopla y se despidió; al siguiente día, como estaba acordado nos fuímos a jugar, ya en la noche, Eduardo, cuyo papá tenía camiones en la Oaxaca-Istmo, llegó a verme, se paró en la puerta, estaba llorando, me dijo que la camioneta en que viajaba Enrique había chocado con una vaca, Enrique había muerto, nos abrazamos, lloramos sin comprender a ciencia cierta el por qué tenía que ser así; al entierro de Enrique fuímos todos sus compañeros, en uniforme de gala y portando gladiolas blancas lo acompañamos en fila hasta el panteón, han pasado casi cincuenta y cinco años y aún recuerdo la risa franca de Enrique y aún te extraño condenado chaparro; fue esa época cuando formamos el “Real Minerva”, disfrutábamos jugar a las canicas, nos dimos nuestra primeras escapadas a las lagunas de Ixcotel, salíamos a recorrer en bicicleta los alfalfales de la Noria; era el Oaxaca de Santo Domingo todavía bardeado con ángeles en las columnas, que cuentan las historias terminaron en la casa de algunos políticos, era el Oaxaca de Pérez Gazga y la ya inminente llegada de Rodolfo Brena Torres, de los bailes en Palacio el 15 de septiembre y del Sábado de Gloria en el patio central de la Universidad, que amenizaba la orquesta de García Médeles y su “Luz Negra”, de los que nos enterábamos porque veíamos arreglarse a nuestros padres; luego vendrían los tiempos universitarios, pero esa ya es otro historia; “Oaxaca vives en mí y yo por ti doy la vida…oye la voz de mi angustia que llora y que canta queriendo volver”; ¿alguien puede asegurar que esto ya está decidido?…¡5 años de resistencia…ya solo faltan 218 días para que Gabino Cué pase a ocupar su lugar en el basurero de la historia!…

RAÚL CASTELLANOS HERNÁNDEZ / @rcperseguido