Cultura y comunicación organizacional: Miguel Ángel Sánchez de Armas

Print Friendly, PDF & Email

Hoy amanecí de vena académica. Así, pues, asestaré a mis diez lectores (100% más de los que calcula tener mi admirado Catón), una cátedra como las que semanalmente resisten mis inermes alumnos.

 

La palabra comunicación proviene del latín communis que significa común.  También en castellano el radical común es compartido por los términos comunicación y comunidad. Ello indica a nivel etimológico la estrecha relación entre comunicarse y estar en comunidad. En pocas palabras,  se está en comunidad porque se pone algo en común a través de la comunicación.

 

Para que haya comunicación es necesario un sistema compartido de símbolos referentes, lo cual implica un intercambio de símbolos comunes entre las personas que intervienen en el proceso comunicativo. Quienes se comunican deben tener un grado mínimo de experiencia común y de significados compartidos. 

 

Existe una corriente relativamente nueva que echa mano de diversas disciplinas tanto de las ciencias sociales como biológicas para demostrar la existencia de una cultura organizacional que norma y conduce la vida de las empresas de forma muy semejante a como se da en las culturas sociales. Es pertinente utilizar un enfoque multidisciplinario para el estudio de las organizaciones empresariales, que como conjuntos humanos son sujetos de estudio de la sociología, la historiografía, la antropología e incluso la paleontología, quizá anteponiendo el prefijo micro a cada especialidad.

 

En este sentido, quizá no sea un despropósito hablar de una “antropología de la organización empresarial”. Ya en el pasado se han utilizado las herramientas de análisis de esta disciplina para entender las relaciones y jerarquías que se dan al interior de grupos y organismos. No parece incorrecto proponer como parte de la cultura organizacional, una historia, una forma de hacer las cosas y una visión del futuro. Hay autores que hablan de una mitología, de una heráldica e incluso de leyendas, gestas y tradiciones, cuyo estudio y conocimiento son esenciales para entender las razones del crecimiento o desaparición de las organizaciones empresariales, muy a la manera en que mediante el paciente y aplicado escrutinio del Beowulf, los viejos lingüistas de Cambridge pudieron encontrar la génesis de algunas estructuras sociales inglesas.

 

En una definición formal, cultura es el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan a una sociedad o grupo social en un periodo determinado; la expresión engloba además modos de vida, ceremonias, arte, invenciones, tecnología, sistemas de valores, derechos fundamentales del ser humano, tradiciones y creencias. A través de la cultura se expresa el hombre, toma conciencia de sí mismo, cuestiona sus realizaciones, busca nuevos significados y crea obras que le trascienden.

 

En este sentido amplio se entiende que el conjunto de fundamentos teóricos y la batería de herramientas para el análisis de los sistemas internos de una organización empresarial y las relaciones entre los seres humanos en su interior, deben estar sustentados precisamente en un concepto de cultura. Los mecanismos de conocimiento de la cultura organizacional no son menos complejos que los requeridos para el estudio de lo que llamamos cultura social.

 

También parece un acierto incursionar en lo historiográfico y mitológico, que si bien son terrenos resbaladizos, ofrecen herramientas para entender la cultura de las organizaciones y evitar, como quería Santayana, caer en errores del pasado, afianzar el presente y dar certeza al futuro.

 

Una vez establecido que la organización empresarial es una cultura, las herramientas para su estudio pueden ser tan variadas como las empleadas en el estudio de la cultural social. Veamos, a manera de ejemplo, dos aproximaciones: la elitista o autoritaria, y la igualitaria o democrática, para entrar en el análisis de la relación entre comunicación organizacional y cultura organizacional.

 

La propuesta aristotélica que conocemos como autocrática es una filosofía que propone que la conducción social debe estar en manos de los mejores individuos, los más capaces, en tanto que la filosofía platónica o democrática, sin ser necesariamente el opuesto de la anterior, pone en duda la pertinencia de colocar la conducción social en unas pocas manos y favorece una participación de base más amplia e igualitaria.

 

Los alcances de estas doctrinas pueden ejemplificarse con dos extremos: un grupo militar y un partido político. En el primero, los integrantes operan en base a una estructura rígida y autocrática, orientada a la consecución de fines muy poco o nada variables, mientras que en el segundo hay una gran dosis de comunicación e interacción de los individuos que ejerce influencia sobre la estructura, estrategias y metas de la organización.

 

Entre estos polos se mueven la mayoría de las organizaciones. No hay casos puros. En un mismo grupo o empresa se pueden dar distintos niveles de comunicación autoritaria e igualitaria.

 

Estas propuestas nos permiten analizar los flujos de comunicación y son base para acciones de diseño comunicacional y organizacional que respondan de manera adecuada a las necesidades particulares de una organización.

 

La relación entre comunicación y cultura organizacional es fundamental. Por ejemplo, la administración científica y burocrática pone énfasis en flujos de comunicación unidireccionales empatados a la especialización de tareas. La administración participativa promueve flujos de comunicación bidireccionales y el intercambio de roles de trabajo. Poner el acento en metas de producción resulta en una comunicación más orientada al trabajo, en tanto que el énfasis en las necesidades individuales da como resultado flujos comunicacionales ricos en  contenidos personales.

 

Que hoy vivimos en una sociedad globalizada es un aserto que nadie cuestiona, aunque determinar cuándo exactamente comenzó esta globalidad puede provocar animados debates. No es fácil encasillar periodos. En la historiografía se fijan arbitrariamente puntos de comienzo para delimitar objetos de estudio. Quizá lo global comenzó en 1844, con la transmisión del primer telegrama público, o cuando Alexander Graham Bell presentó el teléfono en 1876 durante la Exposición del Centenario en Filadelfia -y los asistentes se preguntaban qué utilidad podría tener hablar con otros a grandes distancias si la comunicación escrita era confiable y cómoda. Alguien más podría sostener que fue el 17 de diciembre de 1903, cuando el avión de los hermanos Wright se mantuvo en el aire durante 12 segundos sin que nadie, ni aún los más audaces, pudiese anticipar lo que ese invento significaría para la globalidad. Hay quien propone que la globalización comenzó con la puesta en órbita del Sputnik en 1957, o con la transmisión en vivo de las Olimpíadas de Tokio en 1964, o con el Mundial de Inglaterra en 1966 e incluso con las transmisiones en tiempo real de la Guerra del Golfo.

 

Algunos científicos sociales ubican la fecha a mediados de la década de los sesenta cuando se desarrolló la red “Arpanet”, madre tecnológica de la Internet, desarrollada por la Advanced Research Projects Agency (División de Proyectos Avanzados de Investigación, arpa por sus siglas en inglés) del Departamento de Defensa de Estados Unidos, para mantener las comunicaciones en caso de un ataque nuclear.

 

Otra corriente liga el surgimiento de lo global al desarrollo de las computadoras y sostiene, con lógica, que la conectividad, instrumento de la Internet y por ende de la  globalidad, no pudo haberse dado en ausencia de aquellos aparatos de relativamente reciente aparición: Robinson, la primera, entró en operación en 1940 en la Gran Bretaña.

 

Se tiene el registro de que en 1983, ya con Internet en operación, el número de computadoras personales en Estados Unidos era de seis millones, un crecimiento de mil veces en 23 años. Esta cifra la presentan algunos como soporte medible para fijar el nacimiento de la globalización a mediados de los sesenta. El hecho es que Internet hoy enlaza a millones de personas y a cientos de miles de organizaciones en los cuatro continentes. La transformación del Arpanet en Internet fue, además de sus implicaciones científicas, un cambio cultural que algunos han equiparado al que provocó en su momento la imprenta de Gutenberg. Quizá nunca antes un sistema tecnológico había sido una palanca de cambio tan decisiva como fue la Internet, que obligó a redefinir, entre otros conceptos, los de distancia, fronteras nacionales y… organizaciones empresariales.

 

Esta globalidad de los mercados derivada de la conectividad que nos dieron las nuevas tecnologías de comunicación e información (tic) provocó a fines de los setenta y durante los ochenta una avalancha de empresas llamadas dot.com, descarga de energía semejante al “gold rush” que llevó oleadas de aventureros al viejo oeste norteamericano con la certeza de que sacarían el oro a cucharadas de cualquier arroyo.

 

Y como en el viejo oeste, muchos fueron los perdedores y unos pocos los afortunados. El hecho desató una escuela de investigación y surgieron voces sabias que convocaron a la reflexión y que alertaron contra los mitos del nuevo mercado global.

 

No sólo las empresas se han visto atrapadas en la globalidad. Las naciones también. Destaca el ejemplo de China, que en menos de 50 años transitó de la convulsión de una revolución marxista, a ser una de las economías de mayor crecimiento en el mundo, crecimiento aparejado con el de usuarios de Internet, que pasaron de 620 mil registrados en 1997 a cerca de 120 millones a fines del 2005.

 

La comunicación organizacional, pues, es estratégica para la organización empresarial, sea chica, mediana, grande o global, y una herramienta insustituible para fijar la cultura de la organización.

 

 

 

Profesor – investigador en el Departamento de

 Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.